La okupación sitiada en Can Masdeu

maig 22nd, 200211:47 @

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Los okupas vuelven a ser noticia. En un escenario de fuerza simbólica y confrontación política inéditas. Hay un antes y un después, dicen ellos. Sus cuerpos, debilitados por el hambre y la sed, suspendidos de la fachada de una masía, evocan otras escenas dramáticas de resistencia. La masía de Can Masdeu llevaba medio siglo abandonada. Ellos decidieron poner fin a esa situación y convertirse, por vías de hecho, en defensores de su valor social (un ‘espacio para vivir’ en lugar de ‘un espacio para vender’, según reza un panfleto). Sin duda, una osada reacción ante lo que estimaban un problema mal resuelto por las instituciones: la amenaza de destrucción de un bien público, como consecuencia de un deterioro progresivo que los arquitectos no dudan en calificar de intencionado y especulativo.

¿Cómo ha reaccionado la Administración ante tal interpelación? De entre el amplio abanico de opciones posibles de intervención, ha escogido la más expeditiva, lesiva y costosa: la del derecho penal. En efecto, una vía reservada sólo para situaciones graves e intolerables de deterioro de la convivencia social. O dicho en otras palabras: el último recurso, en ausencia de otros medios no penales alternativos, al que se debe acudir. ¿Era éste el supuesto? ¿Debía dirimirse esta controversia a través de la coacción penal y policial? La fiscalía lo niega. Los vecinos de Nou Barris opinan lo mismo. Se podría acudir a la vía civil ¿Por qué no dialogar? ¡Ni una palabra con esos delincuentes! ¿Merecen los jóvenes ir a la prisión? ¿Es el derecho de propiedad privada absoluto? ¿No admite acaso limitaciones en función de su uso o de su colisión con otros derechos, como el de la vivienda? ¿Qué conducta merece en realidad mayor repulsa social? ¿La de un uso abusivo y antisocial de una propiedad abandonada o la de unos jóvenes que la restauran y le otorgan la función social perdida? ¿Y si el protagonista de esa conducta es ni más ni menos que una institución pública?

La actuación de los poderes públicos se justifica ante necesidades sociales o problemas que exigen una respuesta -a ser posible integradora- que, de no darse, causaría un agravamiento de la situación. Desgraciadamente, demasiado a menudo se interviene de espaldas a la realidad social y sus actores. No sólo resolviendo lo que se define como problema, sino empeorándolo y creando otros nuevos. Es un síntoma de la creciente dificultad institucional de interacción con los desafíos cada vez más complejos y dinámicos de nuestras sociedades contemporáneas. En Collserola se sitia el lugar, en un operativo manu militari espectacular, como si se tratara de un edificio tomado por una peligrosa guerrilla revolucionaria y se espera al agotamiento del enemigo. Ni agua, ni comida. El resultado: en nombre de la sacrosanta propiedad se impide la ayuda humanitaria hasta el punto de poner en peligro la vida e integridad física de los jóvenes, ya de por sí suficientemente amenazada por su situación. Su protesta se convierte, contra su voluntad, en una huelga de hambre forzada. El conflicto presenciado en directo por centenares de personas -como si de un circo romano se tratara- sugiere preguntas comprometidas: ¿resulta legítimo que la autoridad prive a una persona de sus derechos más elementales para hacerla desistir de su derecho a reivindicar?, ¿es legal -o incluso no es delito- infligir un sufrimiento físico y mental a una persona para doblegar sus facultades de decisión?, ¿no es un trato degradante -incluso de tortura- cuando la policía utiliza potentes focos durante la noche para que no se duerman? ¿Qué hubiera pasado sin la presión mediática y la movilización ciudadana? Quizá ahora nos lamentaríamos de un desenlace más dramático.

Estos interrogantes merecen una reflexión perentoria sobre el proceso de relajación de los derechos y garantías constitucionales de aquellas personas o colectivos que participan en movimientos sociales disidentes. A su cada vez mayor apoyo y legitimidad social -medio millón en la manifestación antiglobalizadora del 16 de marzo- le sigue una impetuosa y perversa criminalización. En realidad, se les expulsa del sistema para luego privarles de sus derechos, y cuando reclaman amparo legal, el sistema les excluye y rechaza como parias. En un contexto así, resulta obligado recordar que los disidentes son actores de primer orden para el indispensable cambio social, cultural o ético de cualquier sociedad que se pretenda democrática. Más que espectadores dóciles y satisfechos, ésta requiere de ciudadanos comprometidos y activos, incluso incómodos.

El Estado de derecho no se agota en sí mismo. Por el contrario, esta imbuido por un logica que va más alla de él. En efecto, en una infinita readaptación de si mismo, debe enfrentarse a sus insuficiencies y contradicciones. Estar atento a los valores emergentes de la sociedad, a los ideales y expectativas que remueven sus luchas. Es más, los conflictos que se apoyan en razones éticas o sociales, pero no en la razón normativa, a menudo son en un inicio inevitablemente ilegales. Precisamente, derechos como las huelgas o manifestaciones se han ejercido historicamente por la fuerza y sin reconocimiento previo. Por eso, en una sociedad compleja y multicultural como la nuestra, deberían buscarse vías más imaginativas para encontrar formas de convivencia en que sea factible, por ejemplo, abrir espacios de vida alternativos sin convertir necesariamente a los disidentes en delincuentes. Ni toda transgresión legal en una acción delictiva. El conflicto de Can Masdeu se podría empezar a desbloquear con la retirada de la denuncia penal.

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