El control policial de la protesta de Génova a Escocia

novembre 7th, 200510:48 @

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El actual proceso de globalización económica, atravesado por acontecimientos emblemáticos como los atentados del 11-S, ha transformado tanto las modalidades de represión de los movimientos sociales como sus estrategias de protesta. Si por un lado ciertos espacios de acción colectiva experimentan una drástica contracción, por otro, se ensanchan y encuentran nuevas vías de expresión ligadas a la emergencia de una cierta “sociedad civil globalizada”. En ese contexto, los gobiernos y los poderes privados globales se adaptan y adquieren nueva movilidad transnacional. Pero también la protesta se reinventa y asume nuevas estrategias.

Al menos desde la revuelta de Seattle, una parte no desdeñable de la confrontación entre autoridades económicas y políticas globales y movimientos alter-globalizadores ha transcurrido en el marco de las cumbres internacionales. Éstas se han convertido, de manera progresiva, en una suerte de plató político, sobre todo cuando las “contra-cumbres” y los enfrentamientos callejeros han adquirido mayores cuotas de visibilidad que las propias cumbres. Para cualquier régimen político, como recuerda la politóloga italiana Donatella Della Porta, el control de estas protestas no es una tarea sencilla. Lo que está en juego, después de todo, no son sólo los derechos políticos de los movimientos sociales sino también la propia credibilidad del sistema político.

En la literatura existente sobre las policías europeas se pueden apreciar dos tendencias distintas. Una coercitiva, propia de las policías en el continente europeo -particularmente de las mediterráneas-, donde predomina el uso de las armas y de la fuerza física. Y otra persuasiva, propia de los países nórdicos y del Reino Unido, a pesar de excepciones reseñables como las del periodo thatcherista contra los mineros o el caso de Irlanda del Norte. En este segundo modelo, predominan los contactos previos con los activistas, el recurso a tecnologías audiovisuales que permiten identificar sospechosos sin intervenir directamente o la utilización de servicios de información e infiltración policial. Estas dos tendencias o tradiciones son clave para entender los escenarios de confrontación entre la policía y los nuevos movimientos sociales.

En Europa, en los últimos 40 años, se puede apreciar una cierta prevalencia de este segundo modelo, con una creciente tolerancia hacia la protesta y una reducción del uso de la fuerza (las cifras sobre muertos en manifestaciones dan testimonio de ello). Esta evolución se inicia, no sin contradicciones, en los años 60′, se invierte en algunos momentos en los 70′ -especialmente en Italia y Alemania- y se afirma, finalmente y de modo selectivo, en los 80′. Durante esos años, se pone mayor énfasis en el diálogo y en la negociación con los actores considerados “legítimos”, se otorgan ciertas concesiones al derecho de manifestación y se buscan acuerdos con los organizadores de acciones formalmente ilegales, pero toleradas en la práctica.

Esta evolución se interrumpe abruptamente en los 90′. El nuevo ciclo de protesta abierto tras las movilizaciones de Seattle engendra a su vez un nuevo ciclo de represión policial que tiende a militarizar el orden público. Esta militarización tiene lugar tanto en términos organizativos -de armamento, adiestramiento y formación de los cuerpos especiales para la gestión de las situaciones de mayor peligro- como de control espacial, con el recurso a nuevas técnicas como la de los “muros”, “perímetros”, “fronteras cerradas” o “zonas rojas”, propias de tiempos de guerra.

Tras las movilizaciones de Praga, Niza o Davos, esta ola represiva encuentra una de sus expresiones más brutales en la actuación policial de Göteborg, en 2000, y Barcelona, en 2001, para alcanzar su cénit en la reunión del G-8 en Génova, en julio del mismo año. Allí, el gobierno de Silvio Berlusconi encaja la protesta social en el campo de las “amenazas a la democracia”. A resultas de ello, se produce una ruptura de la forma clásica de mantenimiento del orden público. Los activistas son tratados como enemigos y la seguridad exterior e interior se imbrican en un mismo ámbito de actuación.

Es en Génova, precisamente, donde por primera vez se aplica la doctrina “preventiva” alentada por los Estados Unidos tras los acontecimientos del 11-S. Ello supone la aparición de una suerte de frente bélico interno que no duda en desplegar dispositivos represivos cuasi militares y militares. Estos últimos incluyen la instalación de baterías antimisiles y carros blindados. Los primeros, el uso de gases lacrimógenos y urticantes prohibidos, la tortura en dependencias policiales e incluso la utilización de armas de fuego que acaban cobrándose la vida del joven activista Carlo Giuliani. Como ya había ocurrido un mes antes en Barcelona, la policía italiana utilizaría el pretexto del “violento” para extender una ofensiva en toda regla contra el grueso de los manifestantes. En ella no se cumplirían, tal como denunció Amnistía Internacional, ni uno solo de los protocolos de actuación policial que cabría esperar en un sistema democrático.

En paralelo a este fenómeno, sin embargo, también es posible observar el desarrollo de un incipiente repertorio policial menos coactivo que tiene sus expresiones más destacadas en ciertas reuniones de organizaciones internacionales realizadas en espacios rurales y apartados. Este es el caso de la cumbre del G-8 celebrada en Escocia, en 2005. Allí, los protocolos de intervención de la policía británica presentan ciertas novedades en relación con otras policías europeas, particularmente las mediterráneas. En Escocia, en efecto, la policía adoptaría técnicas de control del orden público a distancia (stand-off) para controlar los movimientos de entrada y salida de los activistas y evitar enfrentamientos. De hecho, se emularon las técnicas policiales del mundo del fútbol. Dentro y fuera del campo, los hinchas de uno y otro equipo son separados y mantenidos a distancia. La actuación policial, antes y después del partido, consiste en “envolver” o “encapsular” a las dos partes para evitar el contacto.

En Escocia, los agentes pondrían todo su empeño en evitar las cargas y el uso de material anti-disturbios “de larga distancia”. Avanzaban lentamente en grupos muy numerosos desde diferentes puntos y trataban de rodear, sin precipitarse, a los manifestantes. Para ello no dudaban en recurrir a unidades antidisturbios, de caballería e incluso a los perros. En la medida en que los manifestantes, al igual que la policía, permanecían en bloque, la situación derivaba en un lento juego en el que los manifestantes quedaban cercados por un número siempre superior de agentes. En estas circunstancias, las posibilidades de choque decrecían notablemente, facilitando la consecución de los objetivos policiales: cachear, identificar, controlar la protesta y evitar la mala prensa.

A diferencia de lo ocurrido en los países anglosajones, en los países mediterráneos el objetivo policial habitual ha seguido siendo la dispersión de los manifestantes. Para ello, se recurre a las pelotas de goma o a gases lacrimógenos acompañados de cargas en las que no es necesaria la participación de numerosos agentes. En el fondo, lo que diferencia la estrategia y las tácticas de la policía británica respecto de otras policías es su gestión del espacio. En su intento de reprimir antes que controlar, muchos cuerpos antidisturbios convierten el espacio en un escenario de conflicto abierto cuya expresión más llamativa, quizás, sea la guerrilla urbana. En cambio, las prácticas espaciales de la policía británica sacrifican a menudo las “necesidades punitivas” o la velocidad de actuación a cambio de un control casi asegurado del terreno y de la situación, lo que ha sido llamado técnica de incapacitación del conflicto.

Tanto en Génova como en Escocia se pusieron en marcha de medidas para limitar la libertad de movimiento de las personas en amplias zonas alrededor del lugar de reuniones del G-8-. En Génova, no se vaciló a la hora de recurrir a técnicas duras de choque y dispersión de los manifestantes. El objetivo era lograr un control cuasi militar y a cualquier precio del espacio público. En Escocia, en cambio, se manejaron técnicas lo más discretas posibles para reducir al máximo los espacios de confrontación. Por ello, algunas perturbaciones fueron aceptadas como un mal menor, limitándose las fuerzas de seguridad a alejarlas de los cascos urbanos y de la mirada pública.

El uso de la fuerza coercitiva contra la protesta social en Europa en los últimos años es de sobra conocido, entre otras cosas, por su contundente espectacularidad mediática. Génova es, sin duda, el ejemplo más acabado de ello. No obstante, la adaptación de estos repertorios a otros más persuasivos en el ámbito anglosajón ha demostrado gran efectividad a la hora de arrebatar a la protesta uno de sus bienes más preciados: la visibilidad mediática. El caso de Escocia es, también aquí, un buen ejemplo. Mientras en Génova las reuniones se produjeron en el centro histórico, la cumbre escocesa marcó una nueva tendencia: la apuesta por entornos aislados y menos expuestos, que entorpecieran los desplazamientos de los activistas y redujeran su visibilidad política. En un contexto en el que las propuestas globalizadoras no parecen sino haber comenzado y en el que la conflictividad social difícilmente disminuya, el “movimiento de movimientos” debería tomar nota de estos cambios, y actuar en consecuencia.

 Noviembre, 2005 EL VIEJO TOPO