La ordenanza del civismo: ¿nueva constitución de la ciudad?

gener 7th, 200611:12 @

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Fue Goethe quien sugirió que los hombres suelen utilizar el lenguaje para ocultar sus verdaderos pensamientos. La tendencia a vincular la noción de “seguridad” a la defensa del “civismo” es un ejemplo de ello. En los últimos tiempos, en efecto, el civismo ha adquirido una centralidad política inédita, convirtiéndose en la categoría idónea para designar una política dirigida, ante todo, a “limpiar” las calles de población socialmente desviada o indeseada. Las soluciones previstas por ciertas cruzadas “cívicas”, como la ordenanza aprobada por el ayuntamiento de Barcelona en enero de este año, tienen un contenido fundamentalmente punitivo. Dicho contenido incluye la intensificación de la actuación policial, la prohibición de actividades antes toleradas, el endurecimiento de las infracciones previstas y la posibilidad de detención en caso de incumplimiento de las mismas. Se estable, así, un nuevo escenario urbano de “ley y orden”, una suerte de constitución de la ciudad basada en la idea de que el castigo ejemplar de los pequeños desórdenes y de cierta disidencia político-cultural puede llegar a ser un medio idóneo para acabar con la conflictividad urbana.

Esta tendencia no es un fenómeno aislado. Está estrechamente ligada a las políticas neoliberales aplicadas en ciudades de diferentes países del mundo, comenzando por los Estados Unidos. La ‘tolerancia cero’ puesta en marcha por el alcalde republicano Rudolph Giuliani en Nueva York se concibió, precisamente, como una “guerra” (la célebre war on crime) contra la marginación resultante del desmantelamiento de políticas sociales en buena medida conquistadas durante los años 60 y 70’. En la práctica, esta iniciativa bélica supuso una clamorosa sobreinversión punitiva que tenía por objetivo compensar la inseguridad urbana derivada de la desregulación económica y de la desinversión social en boga. Con ello se daba el paso de un Welfare ya maltrecho a un Warfare de connotaciones discriminatorias y racistas. Las víctimas se reclutaban entre los integrantes de la población considerados menos útiles y potencialmente más peligrosos: los desempleados, los sin techo, los migrantes indocumentados, los mendigos y otros miembros de colectivos vulnerables por razones económicas, sexuales o de origen étnico. Las consecuencias de estas políticas son conocidas: la población carcelaria pasó rápidamente de 300.000 en los años setenta a más de 2.000.000 pocas décadas después, con una sobrerrepresentación tal de la población afroamericana que el criminólogo Nils Christie pudo describir la situación como “el mayor gulag contemporáneo”.

Esta práctica y las “teorías criminológicas de la intolerancia” que le dieron cobertura –desde la “teoría de las ventanas rotas” (broken windows) a la de los “tres golpes y estás fuera” (three strikes and you’re out)- no tardaron en cruzar el océano. Al calor de la crisis del Estado de bienestar, primero, y de acontecimientos como los intentados del 11 de septiembre, más tarde, muchas ciudades desarrollaron sus propias normativas de ley y orden. Tanto el Reino Unido de Anthony Blair como la Francia del “super-ministro” Nicolás Sarkozy han colocado la tolerancia cero frente a la pequeña criminalidad en el centro de un nuevo pensamiento único en materia de seguridad ciudadana. Como consecuencia de ello, la gestión punitiva de la pobreza transforma la cuestión social en cuestión de seguridad. Las medidas dirigidas a mantener la cohesión social en los barrios ceden a las medidas represivas y los educadores de calle y los trabajadores sociales son reemplazados por policías y sistemas de videovigilancia. Y si el resultado de dichas políticas es la protesta –como ha ocurrido con las revueltas de 2005 en la periferia parisina- la respuesta hegemónica es la propia del “bombero pirómano”: mayor mano dura y una intensificación de las medidas liberticidas.

En las ciudades españolas, en un contexto en el que en la población reclusa batió el record de casi 50.000 internos, el gobierno de José María Aznar aprobó el Plan de Lucha contra la Delincuencia un año después de los atentados del 11-S. Por sus contenidos y fines, este programa suponía la extensión de la política de emergencia propia de la lucha anti-terrorista al conjunto del ámbito penal, penitenciario, judicial y, sobre todo, a la legislación de extranjería. De lo que se trataba, en palabras del entonces presidente, era de acometer una “ofensiva legal por la seguridad, contra el terrorismo y la delincuencia”, que permitiera “barrer de las calles a todos los pequeños delincuentes”.

Estas políticas tuvieron su referente legitimador en algunas de las teorías criminológicas popularizadas en los Estados Unidos con la puesta en marcha de las políticas de tolerancia cero. Una de ellas, precisamente, es la teoría de las ventanas rotas, una suerte de adaptación del dicho popular qui vol un oeuf, vol un boeuf (“quien roba un huevo puedo robar un buey”). Con arreglo a esta fórmula, la persecución de los pequeños desórdenes urbanos, de las más mínimas infracciones, acabaría por reducir las grandes patologías criminales, reestableciendo en las calles un cierto ambiente de ‘orden’. En el caso español, esta filosofía preventiva se tradujo en un aumento de penas para infracciones leves y para reincidentes, en la agravación de los delitos continuados, en la introducción de medidas de localización permanente mediante control telemático e incluso en la previsión de figuras punitivas como la reconversión de las tres faltas en delito. Esta última medida, en realidad, era una versión blanda de la tesis de los “tres golpes y estás fuera”, inspirada en las reglas del béisbol y aplicada, entre otros sitios, en la propia ciudad de Nueva York.

En Barcelona, el ex alcalde socialista Pasqual Maragall declaró en 2002 que “esto de matar moscas a cañonazos es típico de los gobiernos de derecha”. Lo cierto, sin embargo, es que el delirio securitario no tardó en instalarse en la ciudad. Ya en el Plan de Actuación Municipal 2002-2003 se establecían prioridades no muy diferentes a las del Plan Estatal y se depositaba una confianza excesiva en la eficacia de las medidas punitivas para resolver la conflictividad social. Pero el clímax llegó con el proyecto de ordenanza de 2005: una nueva política de excepcionalidad punitiva en el espacio público que, con la excusa del incivismo, instauraría un nuevo orden urbano en la ciudad.

En realidad, esta respuesta punitiva venía siendo reclamada desde hace tiempo por el Partido Popular. La insistencia dio sus frutos. Convergencia i Unió y algunos medios de comunicación, primero, y una parte importante de la izquierda municipal, más tarde, acabaron sumándose al discurso que presentaba una ciudad fuera de control que exigía respuestas drásticas. En julio de 2005, el diario La Vanguardia dedicó 32 portadas a señalar conductas “desviadas” que supuestamente atentaban contra la convivencia. Para conseguir un efecto dramático, el diario sobredimensionaba deliberadamente algunos fenómenos y silenciaba otros. En este contexto, el alcalde socialista Joan Clos no tardó en ceder a la presión de los sectores favorables a una política de “ley y orden” y anunció una nueva ordenanza basada en principios de “total firmeza” en el espacio urbano.

Estas declaraciones fueron el pistoletazo de salida de una alianza entre socialistas, convergentes y populares, que no tardaría en provocar una crisis de gobierno. Mientras ERC se sumaría al “tripartito del civismo” y votaría a favor de la nueva ordenanza, ICV-EUiA se mantendría firme en su oposición al proyecto. En el ámbito de las organizaciones sociales tampoco faltarían las críticas, como quedó de manifiesto en la audiencia pública celebrada gracias a la propia movilización vecinal. La Universidad de Barcelona y la propia Defensora de la Ciudad, Pilar Malla, criticaron duramente el texto, al igual que las organizaciones que trabajaban con los afectados. Incluso dentro del gobierno autonómico, la consejera de Interior Montserrat Tura mostró sus reticencias respecto de su aplicación, y la propia secretaria general de políticas de igualdad del gobierno español, Soledad Murillo, recordó las afinidades existentes entre la ordenanza y las “propuestas higienistas de la Barcelona del siglo XVIII, en la que la limpieza de las calles se mezclaba con la persecución de las prostitutas”.

En realidad, la ordenanza bien puede entenderse como una suerte de constitución de la ciudad. Nunca, de hecho, en el Estado español, una normativa similar había llegado tan lejos en su afán regulador y sancionador. La idea de fondo, según el anterior alcalde Joan Clos, era desplegar al máximo el margen de capacidad sancionadora de los ayuntamientos. Lo que ocurre es que este afán constituyente está en abierta tensión con el modelo constitucional formal de distribución de potestades públicas, comenzando por todo aquello que tiene que ver con la tutela de derechos y libertades fundamentales.

Una de las primeras cuestiones que llama la atención de la ordenanza es su tendencia a favorecer la desresponsabilización de los poderes públicos tanto en lo que respecta a las causas como a la resolución de ciertos problemas sociales. Muchos de los fenómenos contemplados, de hecho, son fruto de la desestructuración o exclusión social e intentar tratarlos con los mismos parámetros utilizados en supuestos en los que el incivismo es evidente parece un despropósito. Colocar en el mismo plano el vandalismo de los hooligans y la prostitución o la mendicidad sólo contribuye a construir a estos últimos como sujetos indeseables, como grupos peligrosos o perturbadores dignos del menosprecio social. Y no se trata de un simple alarmismo teórico. Basta pensar en el caso de Rosario Endrinal, la mujer sin techo alevosamente asesinada en un cajero en pleno debate social de la ordenanza.

En realidad, al no distinguir debidamente entre los comportamientos de grupos violentos y los de colectivos en situación de vulnerabilidad, la ordenanza tiende a castigar a estos últimos, presentándolos como personas que si hacen lo que hacen es porque quieren, de modo que el problema es solo suyo. La consecuencia previsible de esta caracterización es la mayor estigmatización y criminalización de estos grupos y su exposición a mayores cotas de discriminación y explotación. Con ello, el camino hacia su reinserción social se torna cuesta arriba. Si algunos de ellos pierden sus escasos ingresos de subsistencia es muy probable que ingresen en el engranaje de la maquinaria penal. En lo que Löic Wacquant llama la “espiral de la pauperización criminal”: mientras más se persiga a un pobre, más probable es que continué siéndolo.

En el caso de la mendicidad y de la prostitución, la ordenanza prevé multas de hasta 3000 euros, así como la posible incautación de los dineros obtenidos de otros ciudadanos. Cómo hará la policía para distinguir el origen del dinero que estas personas lleven encima sin incurrir en arbitrariedad no es algo que quede claro. Cómo aplicará la ordenanza sin precarizar el trabajo de las mujeres que están en las calles, tanto desde el punto de vista de su seguridad como desde el punto de vista sanitario, tampoco. Muchos, de hecho, han comparado los efectos higienistas de la ordenanza con leyes antiguas como la de Peligrosidad y Rehabilitación social, o de Vagos y Maleantes, aprobada durante la II República y reforzada durante la dictadura franquista. Más allá de las evidentes diferencias entre unas y otras, comenzando por el contexto político-económico en el que tienen lugar, el imaginario social punitivo al que apelan no es tan diferente. Más que de reprimir hechos o acciones concretas, lo que se pretende es “borrar” –de la ciudad, de la vista- todo comportamiento o actitud de los individuos encuadrados en algunos de los supuestos de peligrosidad social. Así, la redefinición de los actores y de los problemas urbanos vinculados al incivismo comporta un retorno a las políticas orientadas a la prevención y profilaxis de las “patologías urbanas” que no a su tratamiento desde instancias sociales.

Ahora bien, si la ordenanza puede considerarse la nueva ‘constitución’ de la ciudad no es sólo porque propicia la estigmatización de ciertos colectivos en situación de vulnerabilidad sino también porque reformula en un sentido restrictivo derechos y libertades hace tiempo conquistados. En general, buena parte de las intervenciones sancionadoras previstas en la ordenanza, así como el otorgamiento de amplios poderes de intervención a la policía, seguramente habrían resultado inconcebibles hace algunos años. Así, por ejemplo, se prevén supuestos de actuación policial ante infracciones leves que recuerdan en más de un punto a algunas de las facultades reconocidas en la controvertida Ley de protección y seguridad ciudadana de 1992, conocida como Ley Corcuera. El peligro de la arbitrariedad viene reforzado por el recurso a conceptos sancionadores demasiado abiertos y amplios, propios de la dinámica administrativa y policial de otras épocas.

Otro de los ámbitos en los que la proyección constituyente de la ordenanza resulta especialmente preocupante es en la regulación restrictiva que realiza tanto del espacio público como de la participación política, social y cultural dentro de él. Numerosas expresiones de oposición o de disidencia político-culturales en la ciudad pasan a ser consideradas como peligrosas, sometidas a vigilancia y a eventual prohibición. En este ámbito, la ordenanza, lejos de realizar una regulación de mínimos estrictamente orientada a la garantizar la preservación de las relaciones de convivencia, apuesta de manera decidida por una gestión del espacio público basada en un modelo policial de intensa intervención administrativa. De ese modo, las libertades constitucionales de los habitantes de la ciudad quedan confiadas a formas de tutela administrativa no delimitadas de manera estricta por la ley. Así, por ejemplo, la ordenanza otorga nuevas facultades a las autoridades municipales para impedir actos públicos organizados por motivos tan amplios como “la seguridad, la convivencia o el civismo”.

En la práctica, este tipo de previsión ya se ha traducido ya en la prohibición de innumerables actos y actividades políticas y culturales, con lo que ello supone de restricción en el ejercicio de libertades básicas como el derecho de asociación, el derecho a la cultura o el derecho de reunión y manifestación. De hecho, los principales perjudicados por este tipo de medidas son las personas y colectivos que más dificultad tienen para acceder a medios o canales convencionales de incidencia pública. La ordenanza, por ejemplo, llega a prever multas de hasta 3000 euros por realizar pintadas, pegar carteles o repartir panfletos y folletos. Esta cantidad, cuyo impacto sobre la propia libertad de expresión e ideológica no cabe minimizar, es totalmente desproporcionada, por varias razones. En primer lugar, en relación con la propia ordenanza de 1998, en la que las multas no podían superar los 450 euros. Y en segundo lugar, porque todo ello conduce al absurdo de que pegar carteles puede ser sancionado de manera más severa que otras prácticas claramente incívicas y dañinas como el acoso inmobiliario o la gran contaminación acústica y visual, normalmente realizados por grupos económicamente fuertes.

Todo ello, es fácil de advertir, comporta un enorme retroceso en el alcance del principio democrático. Especialmente en una ciudad como Barcelona, cuyos habitantes, históricamente, no sólo han participado en iniciativas festivas o cívicas patrocinadas o toleradas por las instituciones. Por el contario, en Barcelona el espacio público ha sido ha menudo el escenario por excelencia de expresión del descontento, en el que los ciudadanos han podido interpelar críticamente a los gobernantes. Las recientes manifestaciones por el derecho a la vivienda y a la ciudad, que también son manifestaciones contra lo que la ordenanza supone, son acaso la última expresión de esta larga tradición de rebeldía y contestación social.

En realidad, el tipo de orientación securitaria que anima al conjunto de la ordenanza no puede deslindarse de un proyecto de ciudad “competitiva y globalizada” en el que las exigencias, con frecuencia especulativas, de importantes agentes privados y semi-públicos, han ido ganando creciente centralidad. De lo que se trata, en ese contexto, es de neutralizar o expulsar toda disonancia urbana –ya sea de disidencia o de pobreza- que perturbe el campo visual de la ciudad con problemas que no son prioritarios en la agenda política. Manuel Delgado ha descrito este fenómeno como el “sueño de un espacio desconflictivizado”. Un sueño que ya tiene concreciones prácticas con la expulsión de las clases populares a la periferia urbana y con su sustitución por otras más solventes y adaptadas a la nueva reforma urbana. O con el reemplazo progresivo de los usos residenciales tradicionales del antiguo tejido social por los nuevos usos terciarios en boga: actividades de ocio y consumo, localización intensiva de oficina, hostelería. El objetivo es crear espacios físicamente ordenados y limpios, que faciliten el rendimiento económico aunque se degraden social y espiritualmente. En él, turistas y consumidores se sentirían más seguros y las calles serían lugares de paso, en los que nadie incomode la libertad de tránsito y en la que la nada perturbe la buena imagen de la ciudad.

Con esta filosofía de fondo en mente, no es casual que la ordenanza construya la categoría de incivismo en torno a los graffitis, el patinaje, el baño en las fuentes, la mendicidad o el trabajo sexual, colocando fuera de ella a fenómenos como el acoso inmobiliario, la especulación generada por el turismo incontrolado, la polución provocada por el tráfico rodado o la contaminación visual o acústica que generan los grandes comercios. Según las previsiones presupuestarias, este doble rasero contará para su puesta en marcha con unos 25 millones de euros. Un precio demasiado alto, económica y políticamente, para rendir a la ciudad a una concepción punitiva y mercantilizadora reñida con su mejor tradición democrática y libertaria.