La encrucijada venezolana

octubre 7th, 200711:32 @

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Para una parte no desdeñable de la izquierda, Venezuela es una referencia incómoda. Incluso entre quienes se quejan de las deserciones social-liberales de gobiernos como el de Lula, en Brasil, o Bachelet, en Chile, no son pocos los que no acaban de digerir el proceso encabezado por Hugo Chávez. Desconfían de su retórica, de su condición de militar, de sus veleidades castristas, de las diferencias de talante que lo separan de líderes socialistas democráticos como Salvador Allende.

Desde luego, no faltan razones para pensar así. Sin embargo, la izquierda y, en general, los movimientos sociales que en diversos rincones del planeta luchan por la democratización de las relaciones políticas, económicas y culturales, deberían prestar atención a lo que está ocurriendo en Venezuela. Para comenzar, porque se trata de una propuesta hecha, no en nombre del nacionalismo, sino del socialismo, un ideal que aglutinando las esperanzas igualitarias y libertarias de millones de personas. Es verdad que este ideal ha sido utilizado con frecuencia en vano, como demuestra la experiencia de las dictaduras burocráticas del Este y de no pocas socialdemocracias. Sin embargo, el hecho de que el proceso venezolano haya asumido como objetivo explícito, sobre todo tras las elecciones de 2006, “la construcción del socialismo del siglo XXI” no puede pasarse por alto. Y ello por razones bien diferentes a las del “turismo revolucionario” que busca descargar, cuanto más lejos mejor, energías que no se aplican a la transformación de las relaciones sociales más próximas. Por el contrario, atender críticamente al al sentido que una antigua aspiración como “socialismo” está adoptando en el Sur es una oportunidad, también, para repensar las propias formas de hacer política.

Otra razón para interesarse por el proceso venezolano es que se trata de un proyecto que pretende llevar adelante transformaciones profundas de las relaciones sociales, no no desde la oposición, sino desde el propio poder estatal. Esto es algo que en Europa no ocurre hace décadas y que en América Latina no pasaba posiblemente desde la revolución sandinista de 1979. Durante buena parte de los años 90’, en efecto, la resistencia al neoliberalismo estuvo encarnada por movimientos como el zapatismo, los piqueteros, o los sin tierra, que parecían hacer suya la consigna de “cambiar el mundo sin tomar el poder”. La llegada al poder de Chávez, primero, y de Evo Morales y Rafael Correa, más tarde, complejizaron este panorama, abriendo expectativas e interrogantes impensables en los duros años 90’.

Los nuevos procesos constituyentes han demostrado una enérgica voluntad transformadora y han generado férreas resistencias, así como una creciente polarización social. En este contexto, precisamente, se sitúa la propuesta de reforma de la Constitución de 1999 presentada por el presidente Chávez a la Asamblea Nacional venezolana. Las constituciones suelen reflejar las relaciones dominantes de poder en una sociedad determinada, así como las “decisiones fundamentales” en torno las cuales se pretende articular un sistema político, económico y cultural. La propuesta de Chávez, que en los próximos meses deberá ser discutida por el resto de instituciones y por el conjunto de la sociedad, es un buen espejo de los dilemas que se plantean al régimen venezolano.

Grosso modo, podría decirse que la propuesta de reforma persigue tres objetivos, en ningún caso sencillos de conciliar. Por un lado, una mayor democratización del poder político y económico. Por otro, una mayor concentración de poder en el ejecutivo, desprovista de controles suficientes. Finalmente, la supeditación del papel de las Fuerzas Armadas a los objetivos anteriores.

Existen numerosos aspectos en la propuesta de reforma que, en efecto, apuntan a una profundización de la democracia política y económica en Venezuela. Muchos de ellos recogen figuras y experiencias novedosas que contrastan con la lánguida realidad de las democracias de baja intensidad vigentes en otros países del mundo. Así, por ejemplo, junto a los ya existentes mecanismos de asamblea, consultas, revocatoria de mandatos, iniciativas legislativas y constituyentes, se da carta constitucional, entre otros, a los consejos comunales, obreros, de campesinos y estudiantiles. Asimismo, se potencian las cooperativas de propiedad comunal, las diferentes formas de autogestión y las “redes de productores libres asociados”.

Al igual que ocurre con las “Misiones” sanitarias, de alfabetización, o de prestación de servicios en general, muchos de estos instrumentos de participación ya existen en la práctica. Otros pretenden incentivarse desde la reforma. La idea de fondo es que la participación desde abajo pueda ir ganando el espacio que, todavía hoy, ocupa una Administración Pública y un sistema de partidos y sindicatos atravesados por la corrupción, el sectarismo y la lealtad hacia el régimen de la IV República.

Para hacer creíble este propósito, la reforma avanza en aspectos inconcebibles en el ámbito europeo. Se prohíben los monopolios privados y los latifundios; se tutelan diversas formas de propiedad -pública, social, privada- en el marco de un socialismo “con” mercados, aunque no “de” mercado; se elimina la “autonomía” del Banco Central y se establece la jornada laboral en 6 horas diarias y 36 horas semanales. Este último aspecto, acompañado del reconocimiento del trabajo voluntario y doméstico y de la apuesta por un modelo de desarrollo progresivamente independizado del petróleo, no sólo carece de parangón en otros regímenes políticos. También constituye una salvaguarda contra variantes autoritarias del socialismo, basadas en proyectos de “industrialización forzosa” insostenibles desde el punto de vista ecológico y opresivos en términos humanos.

El problema, en realidad, es que estos instrumentos de democratización radical -de los que, por obvias razones, se habla muy poco en los medios de comunicación privados- aparecen ligados a una notable concentración de poder en manos del ejecutivo. La centralidad de la figura presidencial, como se sabe, es una de las debilidades del proceso venezolano. Lo deseable, sin duda, hubiera sido que el propio proceso se hubiera convertido en escuela de formación de nuevos y nuevas dirigentes, capaces de “mandar obedeciendo”, durante tiempo limitado y sometidos a permanente escrutinio popular. Sin embargo, también aquí, los hombres hacen la historia en condiciones que no les es dado escoger. La centralidad de la figura de Chávez es una realidad histórica del proceso bolivariano. Para bien y para mal, no es Salvador Allende. Su retórica, a menudo distorsionada por el filtro que de ella realizan los medios de comunicación opositores, puede resultar ajena a los códigos culturales de muchos militantes de la izquierda alternativa, sobre todo en Europa. Sin embargo, hoy por hoy desempeña una función simbólica y material sin la cual el proceso venezolano y las conquistas populares que el mismo ha implicado, correrían el riesgo de naufragar. En primer lugar, porque Chávez es visto como un límite efectivo a los poderes oligárquicos internos y a los poderes imperiales externos. En segundo lugar, porque, al menos hasta ahora, ha actuado como catalizador del protagonismo democrático de sectores populares que nunca habían tenido voz en Venezuela. Finalmente, porque ante la ausencia de un sistema de partidos, de sindicatos o de movimientos articulados, ha operado como salvaguarda contra un repliegue nacionalista o contra una degradación burocrática del propio proceso. No hay que olvidar que cuando muchos apostaban por la construcción de un modelo nacionalista y desarrollista “en un solo país”, fue el propio Chávez quien dejó claro que la opción era otra: la construcción del socialismo. De un socialismo anti-imperialista, ciertamente, pero latinoamericanista y, a la postre, internacionalista.

El fortalecimiento de la figura de Chávez, en otras palabras, es una condición histórica del proceso venezolano sin la cual, guste o no, muchas de las conquistas obtenidas por los sectores populares podrían perderse. Otra cosa es la concentración de poder en sus manos, una tendencia de la que han comenzado a despuntar signos preocupantes y que supondría un serio obstáculo para la profundización democrática del proceso. El reflejo más visible de esta tendencia es la propuesta de reelección indefinida. Esta medida, unida a la extensión del mandato presidencial, constituye uno de los puntos básicos del proyecto de reforma y ha desatado las iras de la oposición y de los grandes medios extranjeros. No hay duda de que la reelección del ejecutivo comporta una lesión del principio republicano democrático de periodicidad de las funciones. Esa lesión, sin embargo, puede ser atenuada si se establecen instrumentos adecuados de control y se garantiza una amplia libertad de crítica y de tendencias. En los sistemas parlamentarios, el propio control de la Asamblea legislativa es, al menos en términos teóricos, uno de sus instrumentos. En los sistemas presidencialistas, las posibilidades son varias: no permitir más de un cierto número de mandatos, como ocurre en Estados Unidos, o prever mecanismos revocatorios, como en Venezuela misma. Pero hay un mecanismo obvio, por lógico: la reducción del mandato presidencial. El proyecto de reforma venezolano incorpora, junto a la propuesta de reelección, la de ampliación del mandato a 7 años ¿Por qué? ¿No ganaría acaso en legitimidad si la propia Asamblea sugiriera que junto a la admisión de la reelección se mantuviera el mandato presidencial en 6 años, e incluso se redujera a 5 o 4?

Lo mismo ocurre con otras facultades que el proyecto atribuye al presidente de manera casi discrecional: la creación de “Autoridades Militares Especiales” por razones estratégicas y de defensa; la designación de autoridades locales; la coordinación del resto de poderes o la determinación de la cuantía de las reservas monetarias excedentarias. La ausencia de definición de muchos de estos de términos se presta a usos claramente arbitrarios, sobre todo cuando no se establecen mecanismos adecuados de control, como la intervención de la Asamblea, de otros órganos institucionales o de la propia ciudadanía.

Confundir el fortalecimiento de la auctoritas presidencial con la concentración de poder y la supresión de controles es un error. Por razones ético-políticas y por razones históricas. Una de las trágicas lecciones que arrojan las experiencias “socialistas” del siglo XX es que el mismo poder que puede ser herramienta de democratización y de erradicación del despotismo privado puede, sin límites y controles adecuados, convertirse en fuente de nuevos despotismos y de frustración popular. La historia de América Latina está atravesada de experiencias caudillistas bonapartistas que han desempeñado un papel más o menos progresivo (piénsese, por ejemplo, en el caso de Lázaro Cárdenas, en México). Pero eso no tiene que ver con la construcción de un socialismo democrático a la altura de los retos del siglo XXI.

Por más lúcido y honesto que pueda resultar un dirigente –y Chávez ha dado no pocas muestras de estas virtudes– la suplantación paternalista de la participación popular desde abajo sólo puede conducir a la degradación de las aspiraciones libertarias e igualitarias propias del socialismo. Y ello no depende sólo de lo que el líder pueda hacer o no. Tiene que ver con las conductas que un cesarismo de este tipo genera en el resto de cuadros dirigentes y en el conjunto de la población: desde el culto a la personalidad a la inhibición del debate y de las voces más críticas, pasando por el sectarismo, la delación o la promoción de los burócratas de aparato.

En el caso venezolano, esta deriva sería especialmente peligrosa si acabara por contagiar el propio papel de las Fuerzas Armadas en el conjunto del proceso. Muchos sectores pacifistas y anti-militaristas recelan del proceso venezolano por el hecho de que Chávez es un militar y por el protagonismo que las Fuerzas Armadas han tenido en su gobierno. Esta actitud de sospecha es seguramente necesaria. Sin embargo, no puede obviar las considerables diferencias objetivas que separan al ejército venezolano de otros ejércitos latinoamericanos e incluso europeos.

Para empezar, el ejército venezolano no es la OTAN ni está marcado por la formación prusiana de la que solían hacer gala las elitistas cúpulas que que condujeron las dictaduras argentina o chilena. Es más, cualquiera que conozca mínimamente la coyuntura venezolana sabe el destacado papel que han tenido las Fuerzas Armadas en el desbaratamiento del golpe de Estado de 2002 así como en la puesta en marcha de programas sociales con frecuencia saboteados desde la Administración Pública tradicional. Soslayar esta realidad apelando a un pacifismo abastracto supondría comulgar, directa o indirectamente, con la violencia que se habría generado de no existir esta realidad. La puesta en marcha de reformas imprescindibles para asegurar los derechos civiles, políticos y sociales de todos, como la supresión de monopolios y oligopolios informativos, agrarios, industriales, serían imposibles sin algún tipo de coacción estatal, comenzando por la fiscal. En el caso venezolano, el amplio apoyo social del régimen y la existencia de instrumentos “amortiguadores” como las reservas petroleras, han evitado que las transformaciones en marcha deriven en una abierta guerra civil.
Lo cierto, sin embargo, es que las reformas o las amenazas de reforma llevadas a cabo hasta el momento han generado una respuesta feroz por parte de las viejas oligarquías y sus aliados, que ha incluido el golpe de Estado y el intento de magnicidio. Experiencias como la de la II República española, tras el levantamiento franquista, o la del Chile de Allende, tras la asonada de Pinochet, constituyen un trágico ejemplo de los límites de una reacción simplemente “pacífica” a la violencia ejercida por los sectores privilegiados de la sociedad contra los más desfavorecidos. En el caso venezolano, sería necio desconocer que ni el golpe de Estado, ni el posterior paro petrolero, podrían haber sido desbaratados de no haber sido por la virtuosa concurrencia entre movilización popular y respaldo militar al gobierno.

Naturalmente, reconocer la inevitable existencia de momentos “autoritarios” en cualquier proceso que se plantee seriamente la introducción de reformas estructurales -sobre todo cuando éstas tienen lugar en sociedades caracterizadas por desigualdades abismales de poder- no supone rendirse ante lógicas pretorianas o dictatoriales. Precisamente porque es hija de una masacre militar como el Caracazo, la Constitución de 1999 es una de las pocas en condenar de manera explícita los delitos de lesa humanidad y las violaciones graves a los derechos humanos, considerándolas imprescriptibles. Desde este punto de vista, esta primacía de la lógica de los derechos humanos sobre cualquier lógica belicista constituye una de las credenciales ético-políticas más valiosas del proceso bolivariano: la de encarnar un proceso revolucionario pacífico y democrático, que sólo se arma a efectos defensivos y no con el propósito de extenderse militarmente a otros países o de acallar a la disidencia interna.

Lo que hay en el fondo de esta reflexión, en realidad, no es tanto el rechazo en abstracto del poder, sino el rechazo del poder incontrolado, sin límites, incluido el poder de los “propios”. La legalidad, incluida la legalidad socialista, no puede ser una carta blanca otorgada a ningún poder constituido, por más revolucionario que asegure ser y por más ejemplares que sean los individuos que lo encarnan. El poder, sobre todo cuando se trata del poder coactivo del Estado, es una bestia que necesita bozales, para que las dentelladas supuestamente dirigidas contra los dominadores no acaben devorando a todos: opresores y oprimidos, opositores y disidentes, hasta alcanzar incluso a quienes creen controlar las riendas.

En realidad, muchos de los tics cesaristas-plebiscitarios que contiene la propuesta presidencial de reforma constitucional podrían corregirse. La exhibición de capacidad crítica sería una manera de desbaratar los argumentos de la oposición y de salvar las credenciales democráticas y pluralistas del socialismo bolivariano. Así, el propio proyecto de reforma constitucional ganaría en legitimidad y podría presentarse como un intento de profundización, y no de abandono, de la “democracia participativa y protagónica” consagrada en la Constitución de 1999.

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