Reino de España y el “derecho a decidir”

agost 14th, 200810:50 @

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Para satisfacción del Gobierno y del Partido Popular, el Tribunal Constitucional (TC) frenó en seco la propuesta legislativa de concreción del “derecho a decidir”, impulsada por diversos partidos de la Comunidad Autónoma del País Vasco (CAPV). Para ello, acordó por unanimidad una interpretación a todas luces restrictiva del principio democrático y del pluralismo territorial recogidos en una Constitución, la de 1978, que, incluso en sus lecturas más abiertas, se revela cada vez más como un corsé incapaz de dar una respuesta limpia a la cuestión de la diversidad nacional y cultural en el Reino de España.

En un contexto como el actual, la sentencia del TC es una señal que condiciona no sólo el horizonte político vasco sino también el catalán. Precisamente por eso, debe juzgarse por sus palabras, pero también por sus silencios. Es decir, atendiendo a lo que sus fundamentos dicen, cuando podían callar, pero también a lo que, puestos a pronunciarse, decidieron no decir.

Hay dos puntos en los que el TC evita cualquier innovación interpretativa: la naturaleza de la consulta y la competencia para convocarla. Según el TC, la consulta planteada por los partidos vascos es un referéndum en toda regla, con independencia de su carácter vinculante o no, puesto que se dirige al cuerpo electoral de la CAPV y necesitaría, para su realización, de las garantías jurídicas propias de los procesos electorales. Tampoco habría duda de que la competencia para autorizar su convocatoria corresponde, de manera exclusiva al Estado central, tal como dispone el artículo 149.1.32 de la CE.

Esta interpretación, desde luego, está lejos de ser pacífica. No está claro, para empezar, que la consulta de ámbito autonómico propuesta desde la CAPV esté más cerca del referéndum consultivo estatal que de las consultas populares municipales, plenamente constitucionales. Según el gobierno vasco, el tipo de consulta que contempla la ley se  diferenciaría del referéndum consultivo previsto en la CE porque no procuraría ratificar una decisión gubernamental previamente adoptada, como ocurrió con las consultas sobre la OTAN  o sobre el Tratado constitucional europeo. De lo que se trataría, más bien, es de recabar la opinión de la ciudadanía de la CAPV sobre una serie de temas con el objeto de abrir un proceso de discusión al respecto. Es más, incluso en caso de que se admitiera que se está ante un referéndum, tampoco estaría claro que la eventual autorización o desautorización del Estado central no pueda darse con independencia de la vigencia de la ley, sin que sea un elemento que condicione su constitucionalidad.

Todo esto es discutible. Lo que más llama la atención, en cualquier caso, son las consideraciones de fondo con las que el TC pretende justificar el fallo. El TC podría haberse limitado a constatar parcamente que se estaba ante un referéndum y que el Gobierno de la CAPV carecía de competencia para impulsarlo, sin entrar en demasiadas consideraciones ulteriores. Pero no lo hace: desecha una lectura simplemente “fría” y opta por una “caliente”, cuyo núcleo narrativo deja traslucir una pobre concepción de la democracia y del pluralismo territorial.

Lejos de limitarse, en efecto, a decretar que la ley cuestionada impulsa es un referéndum, el TC se empeña en resaltar que el recurso a estos instrumentos constituye una excepción dentro de un marco constitucional que prioriza los mecanismos de democracia representativa sobre los de democracia directa.

Esta interpretación es de un “originalismo” más bien tosco. Si bien es cierto que el constituyente de 1978 otorgó una desmesurada centralidad a los partidos políticos en el sistema político y consideró con recelo los instrumentos de democracia directa, mantener esta interpretación 30 años después parece desmesurado. En primer lugar, porque el propio texto constitucional se compromete con el establecimiento de “una sociedad democrática avanzada” que permita a los ciudadanos participar en los asuntos públicos “de manera directa o por medio de representantes”. En segundo lugar, porque resulta incoherente con el impulso, en los últimos años, de numerosas reformas legislativas, tanto estatales como autonómicas, orientadas a ampliar, y no a restringir, los mecanismos de democracia directa, desde las iniciativas populares hasta las diversas formas de consulta. En tercer lugar, porque los referenda son un instrumento vastamente usado en Europa y el mundo, no sólo en el ámbito estatal sino también en el subestatal, como puede constatarse, desde Alemania y Estados Unidos hasta Suiza o México.

Curiosamente, el único momento en el que el TC exhibe algún tipo de sensibilidad por las virtudes deliberativas de la democracia es para criticar el trámite de lectura única utilizado en el Parlamento vasco. Aquí sí, el TC matiza su apego al principio representativo y ensaya una encendida defensa del debate irrestricto de cualquier propuesta y del escrupuloso respeto por la opinión de las minorías. La objeción puede admitirse. El problema es que se acerca demasiado al doble rasero de quienes se escandalizan por la vía escogida en la Asamblea vasca pero celebran sin reservas, por ejemplo, que el Congreso de los Diputados se negara a tramitar, casi sin discusión, la última propuesta de reforma del Estatuto de Guernika.   

En realidad, las consideraciones del TC en torno a la primacía de la democracia representativa sobre la directa revisten un carácter instrumental y le sirven para respaldar el tema de fondo de la sentencia: la caracterización de la forma de Estado y de los diferentes demoi que lo integran. Según el TC, en efecto, el  único referéndum que permitiría a los ciudadanos de la CAPV rediscutir, en ejercicio del autogobierno, su relación con el resto del Estado es el de reforma estatutaria o el de reforma constitucional. Nada dice, sin embargo, acerca de la tensión entre estas vías y el principio de autonomía, en la medida en que exigen el concurso de voluntades ajenas a la propia CAPV. Tampoco recuerda, puesto a sugerir alternativas, la posibilidad de que el Estado central, como una forma de fortalecer el principio democrático, transfiera a las Comunidades Autónomas la competencia para convocar este tipo de consultas, como prevé el artículo 150.2 CE.

Estas consideraciones, en realidad, resultarían razonables en cualquier Estado federal o con genuina vocación federalizante. Pero la lectura que hace el TC de la CE se encarga de recordar que no es éste el caso. Esta conclusión no sorprende, puesto que la CE está lejos de ser un texto pensado para alumbrar un auténtico Estado federal y, mucho menos, para garantizar el derecho de autodeterminación de los pueblos consagrado en los Pactos Internacionales de Derechos Humanos de 1996 (y tolerado si conviene a los intereses en juego, como ilustran los recientes casos de Kosovo o Montenegro). Lo que sí llama la atención es el celo centralista y nacionalista (españolista) que rezuma la decisión del TC, así como el alejamiento que ello supone respecto de otras visiones más matizadas presentes en su propia jurisprudencia (prueba de ello es el excesivo peso que tienen en los fundamentos jurídicos los argumentos, por momentos descabellados, del Abogado del Estado).

El TC considera inaceptable, en efecto, que se abra un proceso de consultas que pueda concluir, “eventualmente, en una nueva relación entre el Estado y la CAPV”. Y ello porque, sorteando la vía de la reforma constitucional, pondría en juego “la voluntad soberana de la Nación española, única e indivisible”. Al agitar el fantasma de la ruptura y al descartar la posibilidad de que el “derecho a decidir” pueda conducir, no a replantear sino a mantener, por ejemplo, la actual relación entre el Estado y la CAPV, el propio TC exhibe, de entrada, unas reservas preventivas impropias de un órgano que se pretende imparcial.

Por otra parte, la apelación cerril a la reforma constitucional como única vía admisible para plantear la actualización del modelo de Estado y al carácter único e indivisible de la “Nación española” es de una unilateralidad que, puestos a considerar el tema en los fundamentos jurídicos, al menos hubiera merecido algún voto particular. Ya en su decisión sobre el caso de Quebec –a la que algunos miembros del TC dedicaron monografías específicas- el Tribunal Supremo de Canadá admitió que frente a una “pregunta clara” que generara una “mayoría clara”, la vía formal de reforma constitucional no podía utilizarse como un impedimento absoluto para la negociación bilateral.

Es verdad, nuevamente, que el TC no tenía por qué pronunciarse sobre estas cuestiones. Lo criticable, empero, es que al hacerlo haya propiciado una lectura tan restrictiva de la CE y de los propios Estatutos de Autonomía. Para cerrar el paso a la ley de consultas vasca, y de paso, lanzar una advertencia a Catalunya, el TC cuestiona que el “Pueblo Vasco” pueda ser una categoría jurídica sobre la que hacer recaer el “derecho a decidir”. E insiste, machaconamente, en el muro infranqueable que lo impide: el carácter único, indivisible y soberano,  de la “Nación española” y del “Pueblo Español” (referidos así, con mayúsculas, como si se tratara de dejar claras las jerarquías, incluso en el plano simbólico). No se dice, en cambio, que la apertura de un proceso que permita ejercer el “derecho a decidir” no tiene porqué suponer, al menos en un primer momento, lesión alguna a la “soberanía del pueblo español”. Tampoco se recuerda, puestos a invocar la CE, que es ésta la que, al regular el derecho de autogobierno distingue, entre “regiones y nacionalidades”. Que es ella, también, la que admitió la existencia de “derechos históricos actualizables”, entre otras cosas, para suplir la ausencia en el texto de 1978 del derecho a la autodeterminación. Que es la propia CE, en suma, la que previó la creación del Estatuto de Autonomía vasco, aprobado como ley orgánica en 1979, y cuyos primeros párrafos sostienen que “El Pueblo Vasco o Euskal Herria, como expresión de su nacionalidad…”.

No son pocas las voces que pretenden explicar lo ocurrido como un simple capricho con fines electorales del Lehendakari Juan José Ibarretxe. Sin embargo, conviene no olvidar que la propuesta contó con el apoyo no sólo del PNV, sino de Eusko Alakartasuna, Ezker Batua y  Aralar, además de otros sectores de la sociedad vasca que la rechazaron por considerarla insuficiente o incluso ingenua ¿Por qué sería más democrático, en un sistema que supuestamente prioriza la democracia representativa, aceptar el statu-quo impuesto por la minoría parlamentaria que, aunque relevante, rechaza este tipo de iniciativas?

Por sus juicios y prejuicios, por lo que dice y por lo que calla, la sentencia del TC sienta  un antecedente desafortunado, y refuerza la impresión de que el actual marco constitucional es un impedimento para garantizar una convivencia plural y avanzar en la democratización efectiva del Estado. El Partido Popular ya ha manifestado que espera que el TC sea igual de duro con el Estatut de Catalunya. El presidente José Luis Rodríguez Zapatero no ha ocultado su satisfacción con la sentencia, a la que el propio gobierno contribuyó con un recurso de inconstitucionalidad que sorprende por su beligerancia. Esto último es preocupante si se piensa que, al asumir la presidencia del Gobierno, Zapatero se declaró partidario de una concepción pluralista del Estado, en el que todas las ideas -incluida la independencia- pudieran defenderse políticamente, y en el marco de una concepción republicana y participativa de la democracia, que no se limitara a la emisión del voto cada cuatro años. Visto lo visto, una de dos: o aquella profesión de fe se ha extinguido bruscamente, o no era más que un afectado gesto pour la galerie, exigido por los rigores de la aritmética parlamentaria.

 

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