Las políticas securitarias de la izquierda

mar 7th, 200911:02 @

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Las políticas securitarias de la izquierda: un balance

Noviembre, 2008

A pesar de algunos avances puntuales, muchas de las expectativas generadas por la victoria del gobierno tripartito en Catalunya se han visto defraudadas. En su afán por presentarse como partidos de orden, los partidos que integran la coalición de izquierdas se han sumado sin complejos al discurso securitario de sus adversarios e incluso los han superado, a menudo, en gestos o declaraciones de intenciones. Esto ha tenido consecuencias negativas para las personas y colectivos más desfavorecidos y ha desdibujado, en parte, la función de integración social que se presume a un gobierno de izquierdas.

En el ámbito municipal, la primera muestra de concesiones a una línea dura de ley y orden fue la aprobación en 2005, con los votos favorables del Partit Socialista de Catalunya (PSC) y de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), de la llamada ordenanza del civismo. Esta normativa, emulada luego por decenas de ayuntamientos, refleja un nuevo paradigma securitario sin parangón en todo el Estado. Con el pretexto de discursos bienpensantes sobre el civismo, pretende “limpiar” las calles de la población considerada desviada o indeseable. Así, el mismo poder local que se avino a firmar compromisos como la Carta Europea de Salvaguarda de los Derechos Humanos en la Ciudad, apuesta por una política urbana basada en el recurso predominante a medios represivos, la prohibición de actividades hasta ahora toleradas como el trabajo sexual o la mendicidad, la criminalización de los excluidos y la restricción de las libertades ciudadanas. Tras este paradigma late, en el fondo, una apuesta por el castigo “ejemplar” como medio para resolver los problemas sociales. Lo más grave es que esta hipertrofia punitiva pretende ser un paliativo a la atrofia social en la intervención pública, señaladamente en el ámbito de la vivienda, la educación o la atención sanitaria.

En el plano autonómico, la asunción del discurso securitario ha tenido diferente impacto según se trata de las personas privadas de libertad o de la regulación del derecho a la protesta. La situación de los detenidos en las comisarías o de los internos en los centros penitenciarios resulta de especial vulnerabilidad debido a su dependencia y a su situación de sujeción respecto de los funcionarios. Los organismos internacionales de derechos humanos, de hecho, han mostrado su preocupación a la hora de analizar su protección efectiva frente a abusos y maltratos que, ciertamente, son muchas veces difíciles de controlar.

Desde un punto de vista normativo, uno de los acontecimientos importantes de este período ha sido la ratificación en 2006, por parte del gobierno español, del Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes de Naciones Unidas. También el Parlamento catalán se ha comprometido, en este sentido, a crear mecanismos de prevención de la tortura y de cumplimiento del resto de recomendaciones del Relator Especial de Naciones Unidas sobre la tortura. Esta es una reclamación histórica de las asociaciones de derechos humanas cuya concreción práctica habrá que seguir de cerca.

En la realidad cotidiana, con todo, el panorama sigue siendo bastante descorazonador. El último informe del Síndic de Greuges Rafael Ribó, presentado ante el legislativo catalán, evidencia un aumento de las denuncias contra los Mossos d’Esquadra por maltratos a los detenidos, así como de situaciones recurrentes, no aisladas, de abusos en las prisiones. El propio presidente del Comité para la Prevención de la Tortura del Consejo de Europa, Mauro Palma, señaló en su última visita que había podido comprobar cómo, en las cárceles catalanas, “se utilizaban de forma excesiva los medios coercitivos”. Las objeciones de Amnistía Internacional y de otras asociaciones de derechos humanos han ido en igual dirección.

A pesar de las críticas, la Consejería de Justicia ha actuado con timidez, ignorando la existencia de los maltratos. Esta política de contemporización de los excesos ha ido destinada, sobre todo, a no incomodar a las organizaciones sindicales –algunas de claro talante autoritario- que son las que, en el fondo, gobiernan las prisiones catalanas. Una muestra de esta escasa reacción institucional ha sido el archivo de las denuncias procedentes de la prisión de Can Brians por parte de la Secretaría de Instituciones Penitenciarias, situación denunciada por el Síndic de Greuges como una decisión prematura y sin fundamentos. O las condecoraciones a funcionarios condenados por agresiones a internos. La reciente prohibición a que los organismos de derechos humanos puedan visitar las prisiones ha sido el corolario final: un mensaje que apuntala la sensación de impunidad y dificulta el control de la discrecionalidad en el uso de la fuerza por parte de los funcionarios.

Todo esto se produce en un contexto en el que la población reclusa ha aumentado de manera alarmante hasta alcanzar uno de los índices de encarcelamiento más altos de Europa. Las necesidades disciplinarias siguen, así, predominando sobre las de tratamiento o rehabilitación social. Por otro lado, la población en régimen cerrado también se ha duplicado y todavía preexisten departamentos especiales que permiten el aislamiento de los internos 23 horas al día y sin límites temporales en prisiones como la Modelo, con cien años de funcionamiento y un lamentable estado de conservación.

En el ámbito de actuación de la Consejería del Interior, en cambio, se han producido algunos avances significativos en la protección de los colectivos susceptibles de ser víctimas de abusos policiales. En primer lugar, se ha impulsado un mayor diálogo con organizaciones de derechos humanos y se ha abierto una nueva etapa de reconocimiento institucional de su tarea cotidiana. En segundo término, se han adoptado medidas relevantes como la creación de un Comité de Ética de la Policía, la denuncia de dos casos de maltratos en la Comisaría de las Cortes frente a la fiscalía y, sobre todo, la instalación de cámaras de videovigilancia en las dependencias policiales, en cumplimiento de los compromisos adquiridos con la ONU. Por último, se han puesto en marcha la Oficina de Promoción de la Paz y los Derechos Humanos, el protocolo contra las agresiones homófobas y un plan piloto en Girona –que debería extenderse a otras ciudades- con el propósito de conocer el porcentaje y el motivo de las actuaciones contra la población extranjera.

El balance, en cambio, resulta más negativo en el campo del mantenimiento del orden público y el derecho de manifestación. En este sentido, la Consejería del Interior ha sido rehén de una cierta obsesión por presentarse como el mayor garante de la paz social entendida como la ausencia de conflictos políticos no convencionales. En la práctica, esto ha comportado la asunción de una dureza policial que ha superado en ocasiones la de sus predecesores, generando múltiples críticas por parte de los movimientos sociales. Así, la deriva securitaria ha implicado, por ejemplo, la prohibición de actos y manifestaciones que, en ocasiones, han resultado en condenas de los tribunales a la actuación de la Consejería por vulneraciones a los derechos fundamentales de los manifestantes. También se ha autorizado el recurso a nuevas estrategias de control policial, como el “pastoreo” o el “encapsulamiento”, hasta ahora inéditas en Catalunya y de un carácter extremadamente preventivo. Estas técnicas han restringido de manera notable el derecho a la protesta y, en un contexto de reflujo de la movilización social, han constituido un elemento de crispación y confrontación constantes.

El tema de la represión policial se ha convertido, en suma, en un arma de doble fila para Interior cuando ha tenido que hacer frente, de un lado, a la presión de los activistas, y de otro, a duras campañas promovidas desde los medios y partidos de la derecha, centradas en torno a la ley y al orden. Así, si bien ha habido interlocución con los primeros, lo decisivo en la política de orden público ha sido el fuerte peso de las inercias y resistencias de la estructura policíaca que han imposibilitado un cambio real de paradigma. Los sindicatos policiales de los Mossos d’Esquadra han pasado a ser, en este contexto, un potente grupo de presión, extremadamente politizado. Esta capacidad de presión se pudo comprobar en 2007, cuando salieron a la calle a manifestarse con gritos y consignas del tipo: “Saura dimisión”, “Kubotán, kubotán”, o “Salta, salta, salta, okupa el que no salta”. Una imagen de descrédito del todo alejada de la apariencia de imparcialidad profesional exigida por la ley y que sería de esperar en un cuerpo nacido y formado tras la caída de una dictadura.

También en este campo, las asociaciones de derechos humanos han reclamado un debate amplio sobre el uso de ciertas armas policiales. Durante el 2007, algunas unidades de los Mossos adquirieron las temibles pistolas Taser que habían causado decenas de muertos en el continente norteamericano, como la de un hombre polaco en un aeropuerto canadiense. El mismo año entró en escena el famoso punzón denominado Kubotán y utilizado sin autorización por los antidisturbios catalanes en el cuerpo a cuerpo de una manifestación “pastoreada” en Barcelona.

Recientemente, el ‘caso Vilaró’ permitió evidenciar la peligrosidad de unos proyectiles que pueden superar los 250 kilómetros por hora y que llegaron a herir de gravedad al propio jefe policial. Desde esta perspectiva, las recientes instrucciones internas aprobadas –la 4/2008 y la 5/2008- constituyen, a pesar de ciertas deficiencias, un importante marco jurídico de referencia. Tras la polémica inicial, el Kubotán y la pistola eléctrica han sido finalmente prohibidos. En el caso de las escopetas antidisturbios y de las pelotas de goma, en cambio, no se ha progresado nada. Sus efectos, cabe recordar, han sido letales en algunas ocasiones y en la mayoría de países europeos ya han sido prohibidas y substituidas por métodos a priori menos contundentes. En Catalunya, por el contrario, continúan formando parte del equipo reglamentario de las unidades antidisturbios de los Mossos d’Esquadra.

En este balance también deberían incluirse actitudes controvertidas como la gestión policial e informativa de la detención de la activista Núria Pórtulas por aplicación de la legislación anti-terrorista, o la presentación de un manual para prevenir la constitución de plataformas arraigadas en la denominada “cultura del no”. Y en el campo, por último, de la lucha contra el racismo o la xenofobia, es posible reseñar una escasa preocupación por modificar sustancialmente la formación de las policías en la no utilización de “criterios raciales”, especialmente en identificaciones preventivas.

Todo esto debería conducir, en un futuro, a que el gobierno adopte un compromiso más firme, público y visible con la protección y promoción de los derechos humanos. Para hacerlo, resulta imprescindible, desde la sana autocrítica, identificar y reconocer, en primer lugar, los puntos más débiles en la lucha contra la violencia institucional. Y elaborar, luego, técnicas más eficaces para asegurar una mayor efectividad de los derechos reconocidos en las declaraciones y tratados internacionales. En las áreas de seguridad y justicia, concretamente, de lo que se trataría es de implementar de una manera plena y eficaz las recomendaciones de organismos internacionales como el Comité de Derechos Humanos de la ONU o el Comité Europeo para la Prevención de las Torturas y de las Penas, Tratos Inhumanos o Degradantes. Así, en el ámbito de Interior, implicaría, por ejemplo, ampliar el uso de las cámaras a todas las zonas de custodia de los detenidos y aprobar medidas, como las del Gobierno vasco, para garantizar los derechos de las personas incomunicadas bajo la legislación anti-terrorista. En la cartera de Justicia, por otra parte, significaría crear los mecanismos de prevención de la tortura, de acuerdo con los compromisos adoptados, y sobre todo revisar de manera radical la actual política de arrogancia y menosprecio hacia las asociaciones de derechos humanos que trabajan en el ámbito de la prisión. Esto exige, naturalmente, redefinir esquemas mentales y prioridades: colocar el énfasis en la defensa de las víctimas de abusos sobre las “razones de Estado” o las supuestas lealtades al sistema.

Una izquierda consecuente, o simplemente comprometida con el Estado de derecho y con la defensa de los derechos humanos, no debería acomplejarse frente a los reclamos de mano dura de la derecha o frente a las reacciones corporativas de los sindicatos policiales o de prisiones. Es más, debería señalar de manera inequívoca la incongruencia que comporta denunciar la vulneración de derechos en los diferentes Guantánamos del mundo mientras se pretenden ocultar los propios trapos sucios. En estricta lógica democrática, los poderes públicos deberían entender el control y la vigilancia de las asociaciones de derechos humanos, no como un agravio personal, sino como uno de los mecanismos para hacer efectivo el cumplimiento de las obligaciones que ellos mismos han contraído en el plano constitucional e internacional. Deberían, en suma, respetar su crítica, sin situarse a la defensiva, y admitir que esta puede contribuir a detectar insuficiencias y a señalar nuevos caminos en la lucha contra la impunidad.