El fin de un crueldad

agost 1st, 20107:10 @

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La prohibición de la lidia de toros en Catalunya ha tenido una gran resonancia mediática, no sólo en el conjunto del Estado sino incluso más allá de sus fronteras. Este eco se explica por muchas razones. Por los múltiples intereses y derechos implicados en el debate de fondo, que en buena medida excede los tradicionales ejes de división izquierda/derecha. Pero también por lo que la propia prohibición supone como vía de resolución del conflicto y, de manera muy señalada, por el sesgo político-identitario que se le pretende atribuir.

Ilustración de Mikel Casal

Para los partidarios de las corridas, estas serían una manifestación cultural de hondo arraigo popular, que ha inspirado las más diversas bellas artes, desde la pintura y la música hasta el cine o la literatura. De ahí que vean su supresión como un menoscabo irreparable a la libertad de expresión o creación artística y al libre acceso a la cultura y al patrimonio histórico. Además, claro, de un inequívoco ataque a una actividad empresarial generadora de riqueza y empleos (como los ligados, por ejemplo, a la cría de toros bravos, a la gestión material de las corridas o al turismo que estas atraen).
Que la lidia pueda considerarse una expresión cultural inmemorial e incluso una actividad rentable no es óbice, en cualquier caso, para que pueda reputarse anacrónica o inaceptable desde estas mismas premisas. Buena parte de las obras artísticas generadas en torno al toreo constituyen en realidad un deliberado alegato contra su crueldad y celebración machista. Y su propia viabilidad económica, sobre todo en algunas ciudades españolas, resultaría dudosa sin un apoyo institucional de la que otras expresiones culturales carecen por completo.

Lejos de ser un capricho de último momento, la nueva ley catalana se inscribe en una larga lucha social y jurídica contra prácticas que no sólo degradan a los animales sino también a las sociedades que las toleran o vitorean. Un impulso de este tipo llevó ya a la UNESCO y a la ONU, en 1978, a aprobar una Declaración Universal de Derechos de los Animales con el propósito de erradicar su sometimiento a tratos crueles. En el ámbito español, el maltrato animal fue incluido como delito castigado con penas de cárcel en 2003. Y ese mismo año, Catalunya aprobó una ley señera que consideraba a los animales “organismos dotados de sensibilidad psíquica, además de física” y proscribía espectáculos que implicaran sufrimiento o muerte, como las peleas de perros o de gallos.

Se ha dicho, no sin razón, que tratándose de una costumbre social en franco declive en Catalunya, resultaba innecesario recurrir a la prohibición. Pero el argumento podría invertirse: precisamente porque las corridas habían perdido hace tiempo el favor social su prohibición no resulta tan perjudicial como pretenden quienes viven de ellas. Y tiene, en cambio, un enorme efecto simbólico y pedagógico de cara al conjunto de la sociedad. No es casual, de hecho, que la temprana prohibición de las lidias en Canarias, en 1991, se produjera cuando estas llevaban años ya sin practicarse (lo cual explica su apoyo, quizás, por parte de reputados miembros del Partido Popular).

Entre los objetores de la medida, tampoco faltan quienes sostienen que, puestos a combatir la crueldad, lo suyo sería ocuparse de la que se ejerce contra los seres humanos, como la tortura o el maltrato policial, laboral o sexista. O incluso de otras formas menos visibles de crueldad animal, como el negocio de la cría intensiva de ganado o de aves, que a pesar de estar regulado, subsiste con cierta impunidad y está en el centro de la crisis alimentaria de nuestra época. Todo esto es atendible, sobre todo cuando no es infrecuente ver que una exquisita sensibilidad frente al maltrato de los bóvidos puede convivir con una pasmosa indiferencia frente a otros males sociales tan o más sangrantes. Con todo, invocar injusticias mayores para impugnar la prohibición de las corridas no deja de ser una forma de ceguera moral o una coartada dirigida a avalar todo lo que ellas implican.
De todas las reacciones críticas dirigidas a la ley catalana, la más patética en todo caso ha sido la proveniente del entorno político y mediático del nacionalismo españolista. Obcecada en reducir el voto del Parlament a una mera cornada identitaria, no ha dejado pasar la ocasión para presentarlo como la enésima conspiración catalana contra las esencias patrias (o como “una venganza por los triunfos de la selección nacional”, en palabras del dirigente del PP, Mayor Oreja).

Es evidente que en un mundo en el que la violencia contra animales humanos y no humanos persiste de manera descarnada, convertir la prohibición de las corridas en signo de superioridad civilizatoria sería, además de presuntuoso, ofensivo. No por ello cabe quitar mérito a una ley que, situada entre las más avanzadas en la materia, debería consolidarse e incluso extenderse a otros supuestos (como el de los llamados correbous, que continúan permitidos en Catalunya aunque bajo prohibición legal de infligir daño a los animales). La razón es sencilla: erradicar la crueldad y minimizar el sufrimiento causado a seres vivos –como mínimo a aquéllos con sistemas nerviosos similares al de los seres humanos– constituye un presupuesto irrenunciable de una ética igualitaria y compasiva. Venga de quien venga y contra cualquier práctica cultural, por más pergaminos que esta pretenda exhibir.

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