Las violencias y la huelga

octubre 10th, 201010:09 @

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A pesar, o quizás en razón de su relativo éxito, la jornada de huelga del pasado 29-S en el Reino de España ha sido objeto de una feroz andanada de ataques. La ofensiva ha unido a la prensa conservadora, a la patronal, a la derecha política y a tertulianos de toda laya. En su relato, la protesta contra los recortes sociales impulsados por Rodríguez Zapatero sería la expresión de un hatajo de parásitos, vividores políticos y violentos, sólo capaces de perseguir sus objetivos arrasando con las libertades ajenas. El mal tendría algunas encarnaciones emblemáticas: las trabajadoras y trabajadores que encabezaron piquetes o jóvenes como los que ocuparon el edificio abandonado de la antigua sede de Banesto, en Barcelona.

La invocación de la violencia para descalificar la acción de un adversario tiene un gran impacto emotivo y suele ser muy útil cuando se intenta dejarlo fuera de juego. El violento, como el terrorista o el incívico, es el que rompe de manera desleal, torticera, las reglas de convivencia. Y precisamente por ello, merece un castigo ejemplar que lo coloque en su sitio. Cuando la prensa conservadora calificó a los sindicalistas del 29-S como “delincuentes extremadamente peligrosos” al servicio de “un Estado de bienestar hitleriano”, no pretendía limitarse a diagnosticar una realidad patológica. También intentaba preparar un escenario que justifique el recurso a la cirugía mayor: “encarcelar a los líderes” -como se sugirió desde La Razón- o directamente “ilegalizar a UGT y CCOO”, como se escribió desde las páginas de El Mundo. Lo mismo puede decirse de las crónicas que, incluso desde medios supuestamente progresistas como El País o El Periódico, se apuraron en responsabilizar a los movimientos sociales que habían ocupado la antigua sede de Banesto por los hechos aislados de violencia callejera que tuvieron lugar en los alrededores. Al presentar, en efecto, dichos desórdenes como un despliegue de vandalismo coordinado por “okupas”, “anti-sistemas” y “lúmpenes de toda clase”, no sólo procuraba deslegitimar las razones de fondo de la movilización. También dejaba expedito el campo para exigir medidas excepcionales de defensa de la “paz social”: desde una mayor contundencia policial con el conjunto de movimientos alternativos hasta el cierre de páginas web sediciosas, pasando por el endurecimiento de un código penal ya suficientemente riguroso.

La caracterización exagerada en la que incurre este relato no parece gratuita. Por el contrario, sobredimensionar un tipo determinado de violencia resulta una operación eficaz cuando lo que se pretende es marginar o minimizar otras que están en el origen de protestas como la del 29-S. ¿Cómo explicar, si no, que quienes claman indignados contra un piquete sindical o contra los cristales rotos de una tienda de ropa no vean violencia alguna en las normas que, al tiempo que aseguran privilegios a los bancos,  consienten el desalojo de familias enteras por razones económicas o el despido de miles de personas? ¿Cómo sumarse al coro que exige criminalizar la protesta social cuando es el mismo que absuelve la violencia privada o institucional que ha conducido al actual estado de cosas?

En Getafe, en Madrid, un agente disparó varios tiros al aire durante una carga policial que dejó heridos a varios trabajadores que realizaban un piquete. En Barcelona, los disturbios callejeros ocurridos en la Plaça Universitat no sólo se resolvieron en el desalojo sin orden judicial del espacio pacíficamente ocupado unos días antes, sino que acabaron en una desproporcionada operación de represión y detención de decenas de personas que no habían tenido participación alguna en los hechos de violencia. No obstante, ninguno de estos hechos fue objeto de censura institucional. Por el contrario, en un acto sin precedentes, la consejería del interior del gobierno catalán –que no se ha apersonado nunca contra un acto de violencia empresarial o policial- anunció que ejercería la acusación particular contra los activistas imputados por los disturbios del 29-S.

Que la huelga, la interrupción del tráfico o la ocupación de inmuebles abandonados son actos conflictivos que pueden afectar derechos de terceros está fuera de duda. Que estos actos pueden derivar en hechos de violencia a veces gratuitos e injustificados, también. Sin embargo, pretender equiparar la violencia sobre las cosas y sobre las personas, o la violencia aislada de algunos individuos y la ejercida de manera sistemática por el poder privado o por el poder estatal es un despropósito en toda regla, cuando no un ejercicio de abierto cinismo.

A pocos días de la huelga, el presidente del Banco de España, Miguel Ángel Ordoñez no tuvo empacho en animar a los empresarios a “flexibilizar” las relaciones laborales con “la mayor premura posible” y declaró que confiaba en que los recortes salariales en el sector público facilitarían “los ajustes que necesita el sector privado”. El propio Zapatero, tras su paso por los Estados Unidos, anunció que la reforma no tenía vuelta atrás y que el próximo paso sería retrasar la edad de la jubilación a 67 años para ajustar el coste de las pensiones. Sólo quien no ha padecido en sus carnes estas políticas o está seguro de que se librará de ellas puede no verlas como un ejercicio de violencia o de arbitrariedad del fuerte contra el más débil.

En realidad, cuando las vías institucionales se encuentran fuertemente restringidas, cuando lo que rige es el “seguiremos, pase lo que pase, porque así lo exigen los mercados”, cuando se consienten, en fin, abusos intolerables como el despido casi indiscriminado, la precarización laboral o la especulación rampante, lo que sorprende es el enorme pacifismo y la calma de la mayoría de la población. De hecho, en un contexto así, la huelga, la manifestación callejera o la ocupación con fines políticos deberían verse como instrumentos de simple supervivencia para frenar una deriva abiertamente despótica. Y es que sin ellas no sólo peligra la cohesión social sino la propia libertad, comenzando por la de los menos libres, esto es, la de aquéllos que por su situación de vulnerabilidad están más expuestos a la coacción de la reprimenda patronal, del despido o de la ejecución hipotecaria impulsada por un banco.

El actual capitalismo financiero ha generado numerosos rentistas y parásitos sociales que con descarada violencia pretenden condenar a millones de personas a un auténtico camino de servidumbre (basta pensar en el presidente de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales, Gerardo Díaz Ferrán, quien a pesar de un accionar reconocidamente fraudulento está consiguiendo atravesar la crisis con relativa impunidad). La inmensa mayoría de sindicalistas, jóvenes y vecinos que participaron en las jornadas del 29-S no tienen nada que ver con todo eso. Por el contrario, sin ser seres angelicales o héroes impolutos, lo cierto es que su presencia cotidiana en los lugares de trabajo, en los barrios, en centros sociales y cooperativas, resulta esencial para preservar los espacios democráticos presentes en nuestras sociedades y para proteger los derechos de todos, incluidos los de aquéllos que prefieren llevar una vida privatizada o mantenerse al margen de cualquier protesta.

Atajar el discurso simplista que pretende convertirlos a todos en “peligrosos delincuentes”, en “inadaptados sociales” o en simples “lúmpenes” debería ser un deber cívico, sobre todo si, como parecen sugerir las declaraciones de algunos dirigentes políticos y empresariales, esto no ha hecho más que comenzar. Al hacerlo, no faltarán argumentos. El principal, acaso, seguirá siendo dejar en claro quiénes, en verdad, son los aprovechados que, sin escrúpulo alguno y con la frecuente complicidad institucional, dinamitan la paz social colocando sus mezquinos intereses por encima de los de la mayoría.

 

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