La protesta social en Europa

desembre 2nd, 20109:38 @

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En los últimos meses, un fantasma recorre Europa: la protesta social contra las políticas de austeridad y de recortes de derechos sociales. Miles de personas se han echado a la calle exigen que la crisis la paguen los responsables y no las víctimas. Y aunque el apoyo a las manifestaciones ha sido irregular, la indignación social no ha dejado de extenderse por todo el continente. No han faltado, no obstante, las voces que, desde diferentes espacios políticos, económicos y mediáticos, han pretendido decretar la inutilidad de la resistencia y exigir un ejemplar golpe de autoridad.

Primero fue Grecia. El Gobierno no ha dado el brazo a torcer y ha intensificado la represión, que cuenta en su haber con tres muertos y centenares de heridos y detenidos. Hace poco llegó el turno de Francia]. Sarkozy ha anunciado un severo plan de austeridad franco-alemán y ha lanzado a los gendarmes a las calles. En un abrir y cerrar de ojos, la cifra de arrestados se ha disparado hasta alcanzar casi las 2.000 personas. En un país cuyo régimen de detención en las comisarías ha sido recientemente condenado (STEDH, 14/10/2010) por el Tribunal de Estrasburgo y se encuentra bajo el escrutinio del propio Tribunal de Casación francés.

En el caso español, las protestas no fueron ni la mitad de intensas que en Grecia o Francia. Pero ha bastado que una huelga general –la del 29-S– tenga más éxito del esperado,, para que la patronal, la derecha política y ciertos grupos mediáticos hayan pretendido reducirla a un simple ejercicio de vandalismo protagonizado por sindicalistas y antisistemas que amenazan gravemente el Estado de derecho.

Equiparar violencias
El despropósito de esta operación parece fuera de duda. Como derechos de conflicto, la huelga, la manifestación o la protesta en general bien puedan afectar a derechos de terceros e incluso derivar en ejercicios innecesarios de violencia. Pero ello no autoriza a colocar un contenedor quemado, o el cristal roto de una tienda, en el centro del debate público, como si la violencia aislada sobre las cosas pudiera equipararse con la enorme violencia rutinaria que las políticas de despidos, de desalojos y de rescate incondicionado de bancos y entidades financieras suponen para la mayoría de la población. Por gratuita, en efecto, que pueda parecer, la violencia de los más vulnerables en defensa de derechos generalizables no puede colocarse a la altura de la que los más fuertes ejercen para apuntalar privilegios excluyentes.

Reducir la protesta social a salvajismo, cuando no a un acto de peligrosa delincuencia, no sólo es una maniobra eficaz para despojarla de legitimidad. Al mismo tiempo permite ocultar la violencia pública y privada que hay detrás de las políticas en curso. Y allanar el camino para una reacción punitiva que exija la contundencia policial, el eventual endurecimiento de códigos penales ya suficientemente rigurosos e incluso, como se ha visto estos días en Barcelona, el cierre de medios de comunicación acusados de antisistema. Lo cierto, sin embargo, es que cuando los mercados se encuentran sobrerrepresentados en el ámbito institucional, cuando las medidas antisociales se aprueban por vías jurídicas de excepción, sin prácticamente debate alguno, o cuando los medios para expresar las disidencias son escasos, la protesta, incluso la ejercida con ruido, debería verse como uno de los pocos instrumentos capaces de dar a los más vulnerables una voz audible en el espacio público.

Proyectos antagónicos
En el conflictivo escenario que como un reguero se expande en estos días, dos proyectos de Europa están en liza. Uno, el del despotismo financiero y el ajuste neoliberal, lleva la semilla de un futuro lúgubre y represivo, acaso antieuropeo. El otro, el de la Europa movilizada en defensa de los derechos sociales y los bienes públicos, contiene en cambio la promesa de una alternativa igualitaria y democrática al desorden actual, dentro y más allá de las fronteras estatales. El imperativo ético político de los tiempos por venir no puede ser otro que preservar esta Europa indómita de la fragmentación social y la criminalización. Y hacerle espacio. Y conseguir que dure.

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