Torturas e independencia judicial

novembre 28th, 20116:10 @

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Hace una semana, el Tribunal Supremo absolvió a cuatro guardias civiles previamente condenados por torturar y lesionar a dos miembros de ETA, Igor Portu y Mattin Sarasola, responsables del atentado contra la terminal 4 del aeropuerto de Barajas. En parte, el hecho no es nuevo. Por regla general, los tribunales son reacios a aceptar denuncias de tortura. Mucho menos cuando éstas provienen de acusados de terrorismo. Lo singular de este caso, sin embargo, es que aquí sí había una condena judicial dictada por un tribunal vasco. Esta condena se basaba en el informe de forenses, fiscales y en las declaraciones de varios testigos. Para revocarla, el Supremo decide negar toda credibilidad a la información aportada por las víctimas, por ser quienes son. Con ello, lanza un mensaje inquietante: las denuncias de torturas realizadas por acusados de terrorismo sólo pueden ser una invención. Y si hay jueces y testigos que lo acrediten sólo puede explicarse por la presión, directa e indirecta, que el imaginario terrorista ejerce sobre ellos.

La Audiencia de Gipuzkoa había considerado probado que, tras su detención, Portu y Sarasola fueron insultados por los agentes, quienes además los amenazaron con matarles y golpearles en la cara y la cabeza. A Sarasola, en concreto, «le colocaron una pistola en la sien, le dijeron que le iban a hacer como a Mikel Zabalza, le empujaron, le tiraron cuesta abajo y, cuando estaba en el suelo, le endilgaron una serie de patadas en los costados y en las piernas, así como un elenco de puñetazos por todo el cuerpo, llegando a colocarle una bota del pie en la cabeza». A Portu, por su parte, le propinaron patadas en las extremidades inferiores, puñetazos en el vientre y otro golpe, de gran intensidad, a la altura de la parte inferior de la octava costilla. Además, en repetidas ocasiones, le introdujeron la cabeza en un río cercano y le hicieron tragar agua.

La sentencia también consideraba que el hecho de que Portu y Sarasola hubieran sido condenados por pertenecer a ETA y por haber cometido delitos graves de terrorismo no conllevaba privar de toda fiabilidad probatoria a sus declaraciones. Concretamente, afirmaba que no había quedado acreditado que «su relato sea una fábula o invención realizada con la única finalidad de deslegitimar a la Guardia Civil como institución y a los guardias civiles en concreto que han resultado denunciados».

Una de las primeras reacciones contra la sentencia provino de la Unión de Oficiales de la Guardia Civil. La asociación acusó a los jueces del País Vasco de desacreditar a la Policía, permitiendo que «los terroristas ganen otra batalla». Igualmente, reclamaron que este tipo de casos se juzgaran en tribunales centralizados, como la Audiencia Nacional, y no en «territorios donde los jueces y fiscales sufran presiones o puedan estar contaminados por el ambiente político, familiar o mediático».

La sentencia absolutoria del Tribunal Supremo se hace eco de buena parte de estos argumentos. En una mayoría de casos, las reticencias a reconocer la existencia de torturas suelen justificarse en el hecho de que éstas se producen durante el régimen de incomunicación. En esas circunstancias, resulta muy fácil vulnerar los derechos del detenido, pero también muy difícil probar dicha vulneración, sobre todo si se trata de maltratos psicológicos o que no dejan huellas físicas perdurables. Aquí, sin embargo, existían evidencias claras de que las torturas se habían practicado, y ni siquiera para obtener información, sino con un propósito claramente vindicativo.

Para desacreditar estas evidencias, el Tribunal Supremo decide valorar pruebas que no se han practicado en su presencia y asume competencias exclusivas del tribunal sentenciador. Sostiene que la Audiencia de Gipuzkoa no debería haber minusvalorado, como pide «el informe técnico de la Guardia Civil», la «estrategia de presentar denuncias falsas y la previa elaboración de `kantadas’ se aprende en la llamada `eskola’ y todo activista de ETA está obligado a poner en práctica». Partiendo, por el contrario, de este presupuesto, el Tribunal impugna las declaraciones de los testigos, todos ellos acusados de estar influidos de un modo u otro por el entorno terrorista. En el caso la auxiliar de enfermería, el razonamiento llega a ser especialmente conspirativo. Del hecho de que ésta llamara a los padres de Portu cuando este fue ingresado en la UCI con una costilla rota y lesiones en todo el cuerpo, el Supremo deduce que «tenía relación con ellos, ya que no es normal que una auxiliar de hospital actúe de ese modo ante el ingreso de cualquier persona». Esta lógica de la sospecha no se limita a los vecinos del lugar. Se extiende también a los propios forenses de Donostia, que según el Tribunal habrían dictaminado sobre malos tratos y agresiones «partiendo de un condicionado presupuesto, con todos los visos de falaz, esto es, de acuerdo con [la] particular versión de los hechos `kantada’ [por los detenidos]».

Llamativamente, el núcleo de la argumentación del Tribunal gira en torno a la contaminación del criterio de los testigos, forenses y jueces de Gipuzkoa. Sin embargo, sus propios razonamientos fuerzan la evidencia probatoria para adecuarse a preconceptos reiteradamente difundidos por las asociaciones de la Guardia Civil y por algunos conspicuos representantes de las instituciones centrales. A poco de producirse el atentado, de hecho, el entonces ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, declaró que «los miembros de ETA aducen siempre que son torturados», y que este tipo de denuncias eran instrucciones que «están en el manual» de la banda terrorista. El ex ministro de Defensa, José Bono, fue más lejos todavía. Sostuvo que «si tiene que haber bajas, que no sean las nuestras» e hizo un llamamiento a todos los españoles para que «se pongan de parte de quien tienen que ponerse» y que «se imaginen que son padres de ese guardia civil o de esa guardia civil que tienen que detener a dos canallas».

La insistencia de la Guardia Civil en centralizar este tipo de actuaciones no es gratuita. Después de todo, el Tribunal Supremo, y sobre todo la Audiencia Nacional, han sido intérpretes privilegiados de una concepción de la lucha «antiterrorista», a menudo contemporizadora con los abusos policiales y reñida con principios garantistas elementales. La Audiencia Nacional, en rigor, ha ido acumulando, como heredera del Tribunal del Orden Público (TOP) franquista, competencias muy discutidas en el mundo judicial hasta consolidarse como un tribunal especializado en delitos de motivación política. Buena muestra de ello es el reciente proceso contra los activistas anti-TAV por un tartazo a la presidenta de Nafarroa, Yolanda Barcina, que se está investigando ya por las autoridades galas. O la controvertida decisión del juez Velasco al considerar de su incumbencia las increpaciones dirigidas por un grupo de indignados a miembros del Parlamento catalán como protesta por los recortes.

Es posible que los tribunales territoriales estén expuestos a la presión de intereses locales. Pero esta presión también existe, y a veces de manera más clara, fuera de este ámbito. Esto es especialmente constatable en causas vinculadas a la política antiterrorista y a ciertos delitos de cariz político, en los que los tribunales centralizados son muy permeables al inquisitorial ambiente político y mediático que se respira en la capital del Estado. La apertura de un horizonte de paz, sin ETA, debería ser una ocasión para pensar a fondo la democratización de la vida judicial, revisando el sentido de tribunales centralizados de dudosas credenciales garantistas y distribuyendo sus competencias a juzgados ordinarios. Esto no aportaría soluciones mágicas a todos los problemas de política criminal. Pero contribuiría a remover una de las causas de la impunidad hoy reinante en materias como la tortura o los abusos policiales. Y permitiría, de paso, discutir sobre bases menos maniqueas cuestiones como la independencia judicial y sus condicionantes.

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