Protesta y excepción

maig 9th, 20123:23 @

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El desarrollo de prácticas ymedidas legislativas criminalizadoras de la protesta apuntala la apuesta punitiva del régimen. Pese a los recortes, elmúsculo policial y judicial no parece reducirse. ¿Cuál a va ser el espacio del derecho, quémodelo de Estado resultará, cómo recuperar los derechos sociales y políticos arrebatados y lograr nuevos espacios para la política de los y las de abajo? Abrimos el debate.
La exageración y distorsión de los disturbios producidos durante la huelga del 29Mtenía un objetivo claro: dejar expedito el campo para exigir medidas de excepción en defensa de la “paz social”. La gravedad de los hechos se exaltó al máximo porque de ello dependía el grado de peligro de la emergencia y el correspondiente poder del represor. En efecto, el Gobierno del PP y el de CiU en Catalunya reaccionaron, de forma fulminante, con una batería de medidas para elevar el listón represivo frente a la creciente resistencia ciudadana a los recortes de derechos. Entre ellas se incluyen la exigencia de mayor contundencia policial y judicial, la restricción del derecho de reunión, la prohibición de ocultarse el rostro en manifestaciones, el fomento de la delación ciudadana de “antisistemas” mediante webs, la ampliación de conductas constitutivas de atentado contra la autoridad, la asimilación de las protestas a conductas terroristas o prototerroristas y la monitorización policial de las redes sociales.

Esta deriva autoritaria no es del todo nueva. Forma parte de un populismo punitivo que ha acompañado el desmantelamiento del llamado Estado de bienestar y que se ha intensificado con el estallido de la crisis financiera actual. A menor Estado social, mayor Estado policial. Tampoco es inocente.

Como distintas organizaciones judiciales han señalado, si en verdad el Gobierno quisiera atajar el fenómeno de la violencia urbana, ya cuenta con instrumentos suficientes para hacerlo. De una severidad a todas luces excesiva y sin parangón en Europa. De hecho, parte de las medidas exigidas ya fueron aprobadas en el año 2000, de la mano del ministro Acebes, y puestas en práctica de forma especialmente intensa en Euskadi. El propósito de fondo parece otro: reinstalar, como ha declarado el conseller Puig, “el miedo al sistema” a través de medios punitivos que permitan hacer frente a las nuevas formas de protesta aparecidas en el último año. No es otro el sentido que cabe atribuir a la pretensión de incluir la resistencia pacífica y pasiva –característica del 15M– en el delito de atentado contra la autoridad con elevadas penas de prisión. El comisario antidisturbios de los Mossos lo reconocía sin disimulo en el reciente programa Salvados en La Sexta: “La resistencia pacífica es violencia” y si ahora “Ghandi estuviera en plaza Catalunya hubiera sido detenido”. Un aviso a navegantes. Desde esa óptica del miedo, tampoco resulta extraño que se señale a grupos antisistema integrados cada vez más por “extranjeros”. O se arremeta, bajo la acusación de “connivencia con la violencia”, contra intelectuales, políticos o cualquiera que los vea con “simpatía” y se atreva a dudar de la profesionalidad policial. Esta caracterización del “enemigo” y sus cómplices parece inspirada en las prácticas inquisitoriales de McCarthy en los ‘50. Entonces, como ahora con la violencia, la “connivencia con el régimen soviético” y la identificación con un “enemigo exterior de la patria” era la consigna blandida contra los opositores para instaurar un clima de “caza de brujas”. Los discursos tienen idéntica estructura: se alega una “emergencia”, como una amenaza, para eliminar cualquier obstáculo al poder punitivo que se presenta como la única solución para neutralizarlo.

Existen otras razones. Sobredimensionar un tipo determinado de violencia resulta una estrategia eficaz para minimizar u ocultar otras que están en el origen de protestas como la de la huelga general. La valoración de los hechos se invierte por completo y sirve de coartada para encubrir los propios desmanes. Buena parte de la violencia producida el 29M, por ejemplo, tuvo que ver con actuaciones contra los trabajadores y las personas que se manifestaban. Sólo en Barcelona se recabaron decenas de denuncias por coacciones empresariales, que bien podrían ser constitutivas de delito contra la libertad sindical. La brutalidad policial, por su parte, dejó un saldo de más de cien heridos, algunas de gravedad. En cambio, se han utilizado de manera abusiva tipos penales como los desórdenes públicos o los atentados a la autoridad para inculpar a cerca de 200 personas que participaron en las protestas. Y no sólo eso. Tres de los detenidos durante los piquetes de la mañana fueron encarcelados como chivos expiatorios, en una decisión más mediática que judicial, por los incidentes ocurridos durante la tarde. Y ello en aplicación de una doctrina preventiva insólita: su hipotética reincidencia en otras citas de riesgo como la del partido de fútbol entre el Barcelona y el Espanyol –sin que les conste ningún antecedente penal ni relación con el mundo del deporte–.

SI EL GOBIERNO QUISIERA ATAJAR EL FENÓMENO DE LA VIOLENCIA URBANA, YA CUENTA CON INSTRUMENTOS DE UNA SEVERIDAD SIN PARANGÓN EN EUROPA

En el fondo, la nueva cruzada punitiva encierra una buena dosis de cinismo. Intensificar la vigilancia sobre manifestantes y exigirles ir a cara descubierta resulta una propuesta hipócrita en boca de quienes han boicoteado de forma constante los controles garantistas sobre las fuerzas de seguridad, desde la existencia de cámaras en las comisarías, hasta el deber de los antidisturbios a ir identificados durante las manifestaciones. O de quienes amparan e, incluso, indultan los actos de violencia policial o se niegan a prohibir, en todas las circunstancias, el uso de balas de goma contra ciudadanos. Y más cuando, con la reciente muerte de un joven bilbaíno por el disparo de un ertaintza, se ha comprobado, otra vez, su evidente peligrosidad y la dificultad para investigar qué agente aprieta, o cuándo, el gatillo.

Tratados como enemigos

En este contexto, las propuestas de “mano dura” están condenadas a crear mayor tensión social, en un camino creciente hacia la militarización del espacio público. Y hacia la expansión de un derecho penal político para los activistas, tratados ya directamente como “enemigos”, tal como los calificó el jefe de la Policía en Valencia. Escenarios y lenguaje de conflicto bélico que pueden evocar situaciones normales hace 40 años, en pleno régimen franquista, pero deberían estar desterrados de cualquier régimen que se pretenda mínimamente democrático. Es más, en un contexto de exclusión y precarización galopante, los poderes públicos deberían ir en la dirección contraria. Ser respetuosos con el derecho de crítica y de manifestación de la ciudadanía, sobre todo de aquellos grupos que menos voz tienen en el espacio público. Y con más razón respecto de derechos específicos como el de huelga, que no en vano goza de mayor protección constitucional que la libertad de empresa o, en algunas circunstancias, la libertad de circulación.

Las propuestas del PP y de CiU expresan un intento mendaz de criminalizar el malestar en tiempos de crisis y se enmarca en una lógica de excepción, propia del derecho penal del enemigo. De llevarse adelante, sólo deslegitimarán más sus políticas, amenazarán la cohesión social y aumentarán la sensación de bloqueo de las vías institucionales de crítica. Frente al uso demagógico del discurso securitario sólo hay una respuesta: ganar la calle, contra el miedo, y exigir la seguridad en el respeto a los derechos civiles, políticos y sociales de toda la población. Por la libertad.

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