¿Quien teme el derecho a decidir?

novembre 12th, 201210:50 @

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La iniciativa catalana de someter a referéndum su permanencia o no en el Reino de España ha desatado todo tipo de resistencias. Las más cerriles han provenido del nacionalismo español de derechas, desde donde se ha exigido responder a la iniciativa con el código penal, como en tiempos de Aznar, cuando no directamente a través de la intervención militar. Con todo, también una parte de la izquierda ha descalificado la propuesta, sosteniendo que se trata de una simple estrategia de distracción del nacionalismo catalán conservador, que expresa una insolidaria exigencia de ricos, que debilita las resistencias populares contra el capitalismo financiarizado. La mayoría de estas críticas contiene gérmenes de verdad. Pero presentan una versión simplista de lo que está ocurriendo y no permiten articular una alternativa que conjugue adecuadamente las aspiraciones igualitarias con la defensa de la diversidad y de la democracia radical.

Es innegable que CiU esta utilizando la cuestión nacional para ocultar su responsabilidad en la gestión de la crisis y ganar oxígeno político. Pero eso no convierte al derecho a decidir en una caprichosa invención suya. En realidad, lo que Artur Mas ha hecho es leer un reclamo amplio de la sociedad catalana e intentar capitalizarlo a su favor. Y para ello, ha tenido que asumir unos objetivos y un estado de movilización con el que ni la burguesía catalana ni su propia coalición política se sienten del todo cómodos. El actual programa de CiU, de hecho, sería inexplicable sin la movilización de la Diada, sin la manifestación contra los recortes al Estatut, sin la presión de las consultas municipalistas celebradas previamente y sin la exigencia de democracia radical propagada por el propio 15M.

Es verdad que esta demanda se ha visto espoleada por la crisis, pero ello no le quita legitimidad. Que “España nos roba” sea una expresión tosca y primitiva no debería ocultar la existencia de un modelo de financiación inequitativo y poco transparente, que a menudo premia a las oligarquías territoriales en detrimento de las clases populares catalanas y del resto del Estado –a excepción, quizás, del caso vasco, cuyo concierto fiscal defienden tanto el PP como la izquierda abertzale–. Pretender, por otro lado, equiparar el caso catalán con el de la Padania italiana es minusvalorar el autoritarismo y la escasa sensibilidad pluralista del nacionalismo de Estado español. Durante el Franquismo, desde luego, pero también a lo largo de un Estado autonómico que se abrió paso a regañadientes y con la frecuente resistencia de los grandes partidos estatales. Hoy mismo, la defensa del derecho a decidir existe fuera y dentro de España: en Escocia y en Quebec, donde no existen inercias como las heredadas del franquismo, pero también en sitios como Euskadi o Galiza, donde cuenta con importantes apoyos entre las fuerzas de izquierda y los movimientos sociales. Que CiU pretenda combinar este derecho con políticas anti-sociales no autoriza a quienes se oponen a ellas a negarlo. Después de todo, las críticas más severas a la corrupción y a las políticas neoliberales de CiU no han provenido del PP, del PSOE o de las izquierdas estatales reacias a la autodeterminación. Han sido planteadas, sobre todo, por las propias izquierdas catalanistas, moderadas y radicales, en un espectro que va desde ERC e ICV-EUiA a las Candidatures d’Unitat Popular (CUP) o a Esquerra Anticapitalista. Los miembros de estas fuerzas suelen definirse como independentistas o como federalistas, pero no como nacionalistas. Por el contrario, han dado muestras de solidaridad internacional y de compromiso con una concepción no esencialista, plural y multicultural de nación mucho más frecuentes que las exhibidas por los grandes partidos de ámbito estatal. Es esta realidad la que explica, de hecho, que un sector importante del 15M, tradicionalmente abstencionista y nada sospechoso de nacionalismo, haya brindado a su apoyo a una candidatura independentista como la de las CUP, considerándola un revulsivo en términos de democracia radical.

Este fenómeno no debería sorprender. Desde el siglo XVII, se han producido al menos cuatro intentos de proclamación de una república catalana, interclasistas pero con fuerte apoyo popular. Estas iniciativas, frustradas por la violencia o por la incomprensión estatal, hunden sus raíces en un sinnúmero de luchas populares contra el absolutismo monárquico similares a la emprendida por los comuneros castellanos o por el campesinado andaluz. No en vano el Manifiesto andalucista, aparecido en Córdoba el 1 de enero de 1919, señalaba que: “en todas las regiones o nacionalidades peninsulares se observa un incontrastable movimiento de repulsión hacia el Estado centralista. Ya no vale resguardar sus miserables intereses con el santo escudo de la solidaridad o unidad, que dicen nacional. Aún las regiones que más aman la solidaridad, como sucede a Andalucía, van dándose cuenta de que los verdaderos separatistas son ellos: los que esparcen recelos con relación a pueblos vivos, como Cataluña y Vasconia, por el delito horrendo de querer regir por sí sus peculiares intereses”. A pesar del franquismo, de la segunda restauración borbónica y del estallido de la crisis de 2008, esta memoria anticentralista y democratizadora está lejos de haber desaparecido, y se expresa en las múltiples iniciativas confederadas que todavía hoy unen movimientos sociales de diferentes rincones del Estado. El reciente manifiesto de activistas y personalidades gallegas solidarias con el ejercicio del derecho a decidir en Catalunya da buena cuenta de ello.

En el largo plazo, en realidad, son las élites europeas, españolas y catalanas, y no los movimientos sociales o las clases populares, quienes más pueden perder con lo que está ocurriendo. Las declaraciones anti-independentistas de Rajoy, Rubalcaba y Durao Barroso, pero también de Durán i Lleida y de un sector del gran empresariado catalán, expresan ese temor. Al fin y al cabo, el cerco del Congreso del 25-O, la huelga general del 14-N y la consulta catalana forman parte de un mismo proceso de desestabilización de un régimen constitucional agotado y rendido a las exigencias de la troika y de los grandes poderes financieros.

Hace un siglo atrás, el dirigente anarcosindical Salvador Seguí, conocido como el Noi del Sucre, sostenía que era más probable que la oposición a la independencia de Catalunya viniera “de los capitalistas de Foment del Treball” que de los propios trabajadores, que no tendrían con ella “nada que perder” y sí “mucho por ganar”. Adaptada a los tiempos, aquella sentencia no ha perdido vigencia. De ahí que el derecho a decidir deba verse, más que como una iniciativa disolvente, como una oportunidad y un acicate para la democratización radical de España y de Europa.

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