Bárcenas y acusación popular

mar 8th, 201310:37 @

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En el 2009, los casos “Pretoria” y “Millet” sacaron a la calle a centenares de ciudadanos que exigían mayor transparencia y control democrático de las arcas públicas. Más de 60 entidades y colectivos se agruparon para crear una plataforma vecinal de sensibilización y denuncia de la corrupción vinculada al urbanismo. Muchas de ellas permitieron sacar a la luz numerosas irregularidades e intereses especulativos en la gestión pública. La Federación de Vecinos de Barcelona (FAVB) se erigió, en ese momento, en portavoz de la indignación ciudadana y decidió utilizar la figura jurídica de la acusación popular para personarse en el “caso Millet”.

Desde entonces, los casos de corrupción han sido un reguero constante. De hecho, en la actualidad existe una convicción generalizada de que esta lacra está firmemente incrustada en el seno del poder político. Y ello, evidentemente, ha encharcado las cuentas públicas. Un agujero financiero que se ha intentado cerrar con recortes en perjuicio de derechos fundamentales como el derecho a la salud, a la educación y a la vivienda. Valga como ejemplo una cifra: los 17 casos más graves de corrupción han significado una pérdida de recursos públicos que asciende a 7.000 millones de euros, más del doble de lo que han implicado los recortes.

Es en este contexto que el Observatorio DESC, con el apoyo de otras organizaciones sociales, se querella, en el ejercicio de la acción popular, contra el extesorero del PP, Luís Bárcenas. Se le acusa de delito fiscal, cohecho, tráfico de influencias y falsedad de contabilidad de partido político derivados de su actividad como tesorero del partido y de su supuesta financiación irregular. Recientemente, Izquierda Unida y otras organizaciones han presentado una querella similar que en pocos días ha recogido más de 20.000 adhesiones.

Estas iniciativas sugieren dos preguntas obligadas: ¿Qué es la acción popular? ¿Y por qué una organización de derechos humanos la usa en casos como el de Bárcenas? Lo primero que hay que recordar es que la acción popular es un derecho fundamental reconocido constitucionalmente que posibilita la participación y el acceso a los Tribunales de la ciudadanía. La figura, ya presente en la Constitución del 1869, permite que las personas, aunque no sean víctimas directas de un delito, puedan  personarse en un proceso penal para ejercitar la acusación. La medida se inspira en la necesidad de garantizar la presencia ciudadana en los tribunales para ejercer un control más severo de las actuaciones del poder.

Ante su escasa regulación, ha sido el Tribunal Supremo quien ha perfilado, con criterios a veces contradictorios, los límites de la acusación popular en causas en las que no acusa el fiscal. En el 2007 impuso la “doctrina Botin” que permitió salvar del banquillo al presidente del Banco de Santander, Emilio Botín, por el solo hecho de haberlo solicitado la acusación popular. Esta interpretación -con el voto particular de Luciano Varela- se retocó en 2008 e hizo que corriera igual suerte el ex presidente del Parlamento vasco, Juan María Atutxa, acusado por Manos Limpias y condenado por no disolver el grupo Sozialista Abertzaleak. Y, finalmente, el Tribunal admitió la acusación contra el juez Garzón por investigar los crímenes del franquismo.

Que el sindicato ultraderechista Manos Limpias y Falange Española fueran los que lograron sentar al banquillo al juez Garzón contribuyó sin duda a desprestigiar el uso de la acción popular. A raíz del caso, se alzaron críticas desde destacados sectores progresistas. El Ministro de Justicia, Francisco Caamaño, planteó reservas al “margen de actuación” que permitía la figura. El Fiscal General del Estado, Cándido Conde-Pumpido, fue más lejos al proponer un cambio legislativo para evitar lo que llamaba “fiscalías pararelas” portadoras de “intereses espurios”. Finalmente, ha sido el  Ministro de Justicia del PP, Alberto-Ruiz Gallardón, quien ha puesto sobre la mesa la propuesta de reforma legal para imponer restricciones al ejercicio de la acusación popular por parte de partidos políticos, sindicatos y personas jurídicas públicas o privadas, exceptuando a los colectivos de víctimas de terrorismo.

Resulta innegable que la acusación popular suele ser un caballo de Troya utilizado por ciertas fuerzas -principalmente de derecha- para marcar su agenda política y, a veces, introducir presiones o manipulaciones para sabotear la labor de la justicia. Prueba de ello son todos los intentos del Partido Popular para entrar como acusación popular en los procesos de corrupción, como el caso Gürtel, dirigidos contra sus dirigentes. Con todo, debe recordarse que si ello sucede es porque los tribunales lo consienten. Baltasar Garzón, por ejemplo, se sentó en el banquillo principalmente porque así lo quiso el Tribunal Supremo, y no solo porque lo solicitase la acusación popular. También resulta indiscutible que en un Estado de derecho que fuera plenamente garantista, y en el que el Ministerio Fiscal defendiera el principio de legalidad y el interés general al margen de dependencias jerárquicas, el sentido de esta figura decaería.

Lo cierto, no obstante, es que la Fiscalía se rige por el principio de dependencia jerárquica. Es, precisamente, cuando Fiscalía se ve influida por los intereses del Gobierno de turno que la figura de la acusación popular puede devenir un decisivo contrapeso democrático. De hecho, el impulso de las organizaciones de derechos humanos ha sido fundamental para perseguir asuntos en los que la Fiscalía se ha opuesto o mostrado reacia a investigar. Los malos tratos o torturas de las fuerzas de seguridad o los crímenes internacionales como los de lesa humanidad, son algunos de los delitos que suelen llegar a los tribunales gracias a la acusación popular. Por ejemplo, casos como el de los crímenes cometidos por el GAL o los delitos de estafa y falsificación investigados en la querella contra Bankia han partido de allí.

Sin ir más lejos, en el caso de los papeles de Bárcenas llama poderosamente la atención la contemplativa actitud de la Fiscalía. Nada que ver con la diligencia con que asume la investigación de otros delitos con dimensión social o reivindicativa. Parece difícil no ver tras esa pasividad una posible maniobra para dar carpetazo al asunto. Ya ocurrió con el Presidente del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Dívar, cuando la Fiscalía entendió que la utilización de fondos públicos para viajes privados no tenía que ser investigada por los tribunales. En realidad, a nadie debería extrañarle que ello pudiera suceder teniendo en cuenta que el Fiscal General del Estado, Eduardo Torres-Dulce, fue nombrado por el Gobierno de Rajoy. Y que, precisamente, este último y otros miembros del PP aparecen en los apuntes del extesorero como receptores de sobresueldos con cargo a la contabilidad en negro del partido. Poner los papeles de Bárcenas a disposición de la justicia es el objetivo de la querella criminal impulsada.

En estos tiempos de ascendente corrupción, asumir el rol de vigilancia democrática será, quizás, una de las principales tareas que los movimientos ciudadanos y las organizaciones de derechos humanos tendrán por delante. Allí donde los mecanismos internos de control público se han mostrado ineficaces, es donde el ojo ciudadano deberá estar más atento. Y más cuando, como en el caso Bárcenas, se pone en evidencia la confluencia y supeditación del poder político a grupos privados vinculados al mundo financiero inmobiliario. Esta determinación se podrá tener o no. Pero hay que saber que, sin el impulso de ese imperativo democrático, difícilmente se podrá deshacer ese oscuro nudo entre política y dinero.

 

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