Corrupción y acción popular

març 17th, 201310:50 @

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En los últimos meses la crisis financiero-inmobiliaria de la economía española ha exhibido uno de sus rostros más escandalosos: el de la corrupción sistémica. Casos como el de Bárcenas o Urdangarin han extendido la convicción de que se está ante una lacra incrustada en las principales instituciones del Estado, en los grandes partidos y en una parte no desdeñable del empresariado. Esta percepción ha conducido a muchos ciudadanos a pensar que las soluciones no pueden venir del propio circuito representativo. Que es hora de que la justicia actúe y de que la propia ciudadanía contribuya a ello. Es este contexto, precisamente, en el que se sitúa el debate acerca de la acción popular y la regeneración democrática.

La acción popular es un clásico instrumento de participación popular en la justicia, cuyo reconocimiento en el caso español se remonta a la Constitución de 1869. Concretamente, comporta la posibilidad de que los ciudadanos se personen en un proceso penal para ejercitar la acusación aunque no sean víctimas directas. Este llamado a la participación ciudadana en el control del poder es, ciertamente, un arma de doble filo. Puede ser colmado por fuerzas garantistas y por fuerzas conservadoras.

En el caso español, por ejemplo, con frecuencia ha operado como un caballo de Troya utilizado por fuerzas conservadoras para marcar su agenda política y, a veces, para manipular o sabotear la labor de la justicia. Entidades como el sindicato ultraderechista Manos Limpias o Falange Española, de hecho, se encuentran entre sus más asiduos impulsores. La utilizaron contra el expresidente del Parlamento vasco, Juan María Atutxa, por no disolver el grupo Sozialista Abertzaleak, y la utilizaron también contra el juez Baltasar Garzón por investigar los crímenes del franquismo. Y el propio Partido Popular se valió de ella en diferentes ocasiones. Para entrar como acusación en el caso Gürtel, en el que los implicados eran sus propios dirigentes, o para sabotear o ejercer un control sobre la investigación, como explicaba Gonzalo Boyé en estas páginas a propósito del caso Bárcenas.

Estos usos conservadores de la acción popular no tardaron en generar críticas. El ministro de Justicia, Francisco Caamaño, del PSOE, planteó reservas al “margen de actuación” que permitía la figura. El fiscal general del Estado nombrado por el Ejecutivo socialista, Cándido Conde-Pumpido, fue más lejos al proponer un cambio legislativo que evitara lo que llamaba “fiscalías paralelas” portadoras de “intereses espurios”.

Con todo, es innegable que la acción popular también ha desempeñado un papel esencial de contrapeso democrático. El impulso de organizaciones de derechos humanos y de asociaciones de vecinos, por ejemplo, ha sido fundamental para investigar abusos de poder público y privado ante los que la Fiscalía se ha mostrado reacia a actuar. Muchos casos de tortura y de malos tratos cometidos por las fuerzas de seguridad, crímenes como los cometidos por el GAL y otros de lesa humanidad atribuidos a dictaduras de diferente tipo no se hubieran abierto camino de no ser por ese impulso ciudadano.

Lo mismo ocurre con ciertos delitos económicos de guante blanco, que al involucrar a los partidos, difícilmente serían investigados en sede parlamentaria. En Catalunya, por ejemplo, la Federación de Asociaciones de Vecinos de Barcelona (FAVB) se erigió en portavoz de la indignación popular y recurrió a la acción popular para personarse en el caso Millet. Este fenómeno se reprodujo en la querella contra Bankia impulsada por sectores vinculados al 15M. O en la recientemente presentada contra Bárcenas por el Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (DESC) por delito fiscal, cohecho, tráfico de influencias y falsedad de contabilidad derivados de su actividad como tesorero del PP.

Estas actuaciones garantistas explican que también desde la derecha se hayan levantado todo tipo de reticencias contra la acción popular. El ministro de Justicia, Alberto-Ruiz Gallardón, del PP, de hecho, ha sido uno de los que ha reaccionado con más contundencia. Directamente, ha propuesto que se restrinja su ejercicio por parte de partidos, sindicatos y personas jurídicas públicas o privadas, exceptuando a los colectivos de víctimas en casos de terrorismo.

Si se parte de estos contradictorios antecedentes, no es sencillo definir el papel exacto que cabría atribuir a la acción popular en un proceso de regeneración democrática. Lo cierto, en todo caso, es que si sus usos espurios se han abierto camino es porque los propios tribunales lo consienten (como quedó de manifiesto en el caso Garzón).

Por otro lado, es evidente que en un Estado de derecho realmente garantista, en el que el Ministerio Fiscal defendiera el principio de legalidad y el interés general al margen de dependencias jerárquicas, el sentido de la figura decaería. Pero no es esta la situación en la que nos encontramos. En tiempos de ascendente corrupción, es ingenuo pensar que los propios poderes implicados en ella –incluido el judicial– vayan a investigarla de manera espontánea. Solo la presión de las víctimas, de los miles de ciudadanos que ven recortados sus derechos sociales como consecuencia de estas prácticas, está en condiciones de impedir que la crisis se salde con la impunidad de sus principales responsables.

La acción popular no es la panacea. Pero sin ella y sin otros instrumentos de participación ciudadana, será difícil deshacer el nudo entre política y dinero que está condenando a la democracia a una lenta muerte por asfixia.