Desmontajes y agujeros en el sistema

febrer 3rd, 20157:51 @

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Una serie de ficción como The Wire -La Escucha- se hizo famosa por mostrar al telespectador los fallos y vicios de las instituciones -gubernamentales, mediáticas, policiales- del sistema norteamericano. La crudeza y verosimilitud de su trama removía estómagos y no dejaban a nadie indiferente. En Catalunya, un desasosiego parecido se ha producido con la emisión a regañadientes en Tv-3 del documental Ciutat Morta. Lejos de ser un relato de ficción, allí se muestra un caso de presunta corrupción policial, judicial y política sucedido en el 2006. Su difusión ha sido una suerte de puñetazo en la conciencia de una sociedad acostumbrada a mirar para otro lado, de quienes no creen que episodios como el narrado se produzcan en sus ciudades.

El premiado documental se estrenó en el 2013. Hasta entonces el 4F era - como reconocen sus creadores, Xapo Ortega y Xavier Artigas- “solo una pintada en la pared”. Se proyectó en más de 15o emisiones y una veintena de festivales, incluido el de Donostia. No obstante, fue la enorme expectación creada por las resistencias a emitirlo en el canal público lo que le ha convertido en un éxito sin precedentes. La movilización previa en la red y la censura judicial de cinco minutos de su metraje hicieron el resto. El fragmento mutilado revelaba la reprimenda de un juez hacia el entonces jefe de Información de la Guardia Urbana.

Tras su emisión, en la misma madrugada, centenares de personas salieron a la calle para reclamar la reapertura del caso. Desde entonces, el filme ocupa un espacio central en las redes sociales y el debate público. La práctica totalidad de los partidos, de hecho, se ha hecho eco del clamor ciudadano y han reclamado explicaciones. Incluso el Parlament ha aprobado una declaración institucional en la que reclama a la Fiscalía una investigación. Esa exigencia se volverá a escuchar hoy a la tarde en las calles de Barcelona.

Ciutat Morta cuenta la versión silenciada sobre un trágico incidente sucedido el 4 de febrero del 2006. Durante una actuación de la Guardia Urbana en una fiesta de un edificio municipal abandonado, el agente Salas recibió un impacto en la cabeza que le dejó postrado en una silla de ruedas. En un primer momento, el alcalde Clos relató en rueda de prensa que la lesión fue el resultado del lanzamiento de una maceta desde el balcón del edificio.

Esa versión apuntaba a una responsabilidad del propio ayuntamiento, propietario del mismo, y hubiera llevado a la absolución de los condenados detenidos a pie de calle. Con el tiempo, quizás por ello, apareció otra versión. Se indicaba que la herida era consecuencia de una piedra lanzada desde la calle, lugar en el que se encontrarían los detenidos.

Una vez dictada la condena, resultó que dos de los agentes que mantuvieron esa tesis fueron a su vez considerados culpables en otro caso de mentir y torturar a un joven latinoamericano con el que discutieron en una discoteca. A fin de encubrir los malos tratos, le acusaron falsamente de ser un traficante de drogas. En el curso de la investigación se descubrió que se trataba de un montaje policial. En realidad, era el hijo del cónsul honorario de Noruega en Trinidad y Tobago, que estaba cursando estudios universitarios en Barcelona. A partir de entonces, se multiplicaron las sospechas sobre la objetividad de sus declaraciones en el caso del 4F.

En un clima de fuerte presión emotiva, la versión avalada por los compañeros del herido fue la pieza esencial para tratar como culpables a unos acusados que siempre se declararon inocentes. En el examen judicial de su credibilidad poco importó la posición comprometida, y no desinteresada, en la que estos se encontraban. O que alguno de los acusados, como la poeta Patricia Heras, no fueran arrestados en el lugar de los hechos. Después de haber sufrido un accidente de bici, Heras tuvo la mala fortuna de dirigirse al mismo hospital donde estaba el agente lesionado. La Guardia Urbana declaró que la identificó por su singular peinado como uno de los agresores. En el 2011, tras escribir unos poemas póstumos,  la joven se suicidó en una de sus salidas de prisión. La otra historia dramática es la de Rodrigo Lanza, que cumplió íntegramente los 5 años de prisión de la condena por su negativa a confesarse culpable ante los funcionarios penitenciarios.

Más allá de las trágicas consecuencias de los hechos, el caso tenía todos los ingredientes para despertar indignación. Entre los puntos negros de la investigación estaba la limpieza de la escena del crimen por parte de un vehículo municipal antes de la llegada de la policía científica. Ésta no pudo, así, recoger los restos de una maceta que -según una enfermera del SAMUR- se encontraban al lado del herido.

La justicia, a su vez, se negó a escuchar otros testigos que no fueran los de los policías afectados o que se apartaran de la versión oficial. Y se archivó con pocas contemplaciones las denuncias de tortura. Como señalaba uno de los abogados, Gonzalo Boye, tampoco se prestó demasiada atención a dos médicos forenses que alegaron que la versión de la piedra era absolutamente incompatible con la lesión provocada. Por último, infundió gran desconcierto que los condenados por torturas -testigos clave para el caso- recibieran una jubilación anticipada por una supuesta incapacidad permanente que les permitía burlar la condena de más de 8 años de inhabilitación. A pesar de su juventud, de los exámenes médicos que superaron para ocupar su puesto, una misteriosa y repentina patología psiquiátrica fue el pretexto para concederles un sueldo de por vida de casi 2.000 euros mensuales.

Como en The Wire, la impresión inquietante que causa tal cumulo de irregularidades proyecta una imagen  maligna del sistema. Y de las instituciones encargadas de remover las situaciones de injusticia. Para empezar abre el foco del debate alrededor de la actuación de los cuerpos policiales, la credibilidad que obtienen en sede judicial y el papel de los medios.  En Catalunya, de hecho, en poco tiempo se han acumulado varios incidentes funestos en los que la presión ciudadana y la aparición de nuevas pruebas han puesto en tela de juicio la versión oficial. Buena muestra de ello son actuaciones como la de Esther Quintana, que perdió un ojo fruto del impacto de una bala de goma disparada por un antidisturbios. O la de Juan Andrés Benítez, fallecido con posterioridad a una reducción de los Mossos. No por casualidad, la ocultación durante tres días de la autoría de los atentados del 11-M en Madrid por parte del Gobierno del PP está todavía enraizada en la memoria colectiva de una ciudadanía cada vez más dispuesta a exigir su derecho a saber.

Uno de los factores que generan desconfianza y desvirtúan el funcionamiento de los grupos de poder son los prejuicios bajo los que suelen actuar. Con un simple rastreo en los foros policiales se puede comprobar la animadversión que sienten algunos agentes hacia ciertos colectivos. En lugar de inspirar empatía, ciertos calificativos despectivos allí de uso frecuente -como “perroflauta”- reflejan una imagen de descrédito. Y les aleja de la imparcialidad profesional exigida por la ley.

Esa cultura policial no tendría mayor relevancia si no fuera porque, en ocasiones, pueden influir decisivamente en el resultado de un juicio. E incluso llevar a un inocente a la cárcel. A priori, la palabra de un policía debe valer igual que la del resto de ciudadanos. En la práctica, en cambio, tiende a imponerse un principio de veracidad policial en los tribunales propio del ámbito administrativo. En la esfera penal, no pocos acusados provenientes de ciertos entornos sociales ven como para ellos se invierte el sentido de la presunción de inocencia. Y es que, a pesar de su independencia y especialización, tampoco los togados son inmunes a los prejuicios clasistas o de otra índole. A menudo, no resulta igual que quien se sienta en el banquillo provenga de las clases acomodadas o sea un extranjero indocumentado.

Buen ejemplo de ese doble rasero es quizás la  reciente absolución de la presidenta madrileña, Esperanza Aguirre y las condenas de casi 4 años de prisión de los detenidos a raíz del desalojo de Can Vies en Barcelona.  En el primer caso, la palabra de la política influyó más que la de los agentes de tráfico que le acusaban de haberse dado a la fuga. En el segundo, en cambio, el juez Yañez dio mayor credibilidad a los agentes que detuvieron a una fotoperiodista que cubría los disturbios que a los  numerosos vecinos del lugar donde fue detenida.

A la luz de estos elementos, las lecciones que arroja el caso del 4F son la prueba de que la infalibilidad de quien ejerce el poder es un espejismo que debe desmontarse cotidianamente. Las versiones oficiales, de hecho, ya no se aceptan  acríticamente como antaño. Tampoco se conceden tan alegremente los indultos a quien, aprovechando su posición de poder, se corrompe o comete abusos. Aunque persista la ceguera judicial, existe en la sociedad un incipiente cambio de mentalidad. El marco hegemónico de la cultura de la transición se resquebraja y los ciudadanos ya no están tan dispuestos a ser engañados. En el fondo, una genuina democratización de los estamentos policiales y judiciales exige un cuestionamiento profundo de hábitos y esquemas mentales. Esto supone aceptar lo obvio: exigir la verdad, perder la ingenuidad y tener los ojos abiertos, son las actitudes indispensables en una democracia para desmontar las tramas institucionales de impunidad. Y el mejor homenaje a Patricia Heras.