Justicia o barbarie

agost 31st, 20176:57 @

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¿Un acusado por hechos abominables tiene derecho a una defensa? Esa pregunta se la formuló el abogado noruego, Geir Lippestad, tras el asesinato de ochenta personas en julio del 2011 por parte de un joven de extrema derecha. La matanza, perpetrada en nombre de la lucha contra “la multiculturalidad y la invasión musulmana”, se produjo en el centro de Oslo y en el campo de las juventudes laboristas en la isla de Utoya. Anders Breivik, el autor confeso y convicto de estos terribles hechos, lo escogió a él para llevar su defensa.

Geir Lippestad era un destacado miembro del mismo partido laborista afectado por tan crueles hechos. Ante la dura contradicción de la propuesta, el abogado consultó a su compañera Signo y ella le dijo: “Soy enfermera. Si me hubieran llamado del hospital para ir a curarlo, lo habría hecho. Ese es mi trabajo. Tú eres abogado, haz el tuyo”.

Lippestad, que personificaba todo aquello que Breivik odiaba de Noruega, aceptó el caso y lo vivió como un acto de reafirmación de los valores de democracia y dignidad de todas las personas, que incluye también el derecho a la defensa ante los tribunales.

Uno de los objetivos del terrorismo de extrema derecha, como de quienes perpetraron los crueles atentados de Barcelona y Cambrils, es destruir la democracia y un modelo de convivencia basado en la diversidad. El fascismo político o religioso busca que la respuesta de la sociedad sea simétrica a la suya. Quien comete un ataque terrorista espera que sea interpretado como un acto de guerra, no como un simple hecho criminal. Su victoria se produce cuando la democracia se degrada y se entra en una lógica primitiva de guerra. Se allana el camino, entonces, a la aplicación de un “derecho penal del enemigo” y a todo tipo de abusos que retroalimentan el conflicto.

Son un buen ejemplo el recurso a la legislación y los escenarios de excepción, incluida la tortura, del gobierno de los Estados Unidos después de los atentados del 11-S. Los excesos de la Patriot Act, las vejaciones en Abu Ghraib o Guantánamo fueron el principal recurso propagandístico de Al Qaeda para captar adeptos en sus filas. En los años sesenta, el sociólogo Gregroy Bateson llamó este fenómeno “cismogénesis complementaria”: los enemigos se retroalimentan como acción de respuesta a la acción del otro.

En situaciones de excepcionalidad como ésta es cuando, sin duda, la fortaleza democrática de una sociedad se pone a prueba. Por ello, la mejor reacción ante la barbarie es la del Estado de derecho. Como decía Albert Camus, “la democracia, si es consecuente, no puede beneficiarse de las ventajas del totalitarismo”. Cuando lo hace, la barbarie se apodera de todo. No degrada sólo quien la sufre sino también sus propios fundamentos. La democracia no puede defenderse desde fuera de la misma democracia sin destruirse.

Lippestad consideraba, de hecho, que más que defender Breivik, defendía la democracia y uno de sus pilares fundamentales: el derecho a un juicio justo. Un argumento no muy diferente al que utilizó el abogado comunista Jacques Vergès para defender al criminal de guerra nazi Klaus Barbie a finales de los 80. O el propio abogado y eurodiputado de C’s, Javier Nart, para defender al llamado “talibán español” retenido en Guantánamo.

Entre los derechos que tiene cualquier acusado, en efecto, existe el derecho a que se presuma su inocencia, a la tutela judicial efectiva y a ser defendido por un abogado o abogada. Garantizar que, con independencia del hecho delictivo, la ciudadanía dispone de plenas garantías por el solo hecho de ser persona es una manera de poner límites al monopolio de la violencia estatal en la represión de los crímenes.

Es la plasmación del hilo de humanidad que atraviesa nuestro sistema jurídico desde la Ilustración y que sustenta mandatos esenciales como la prohibición de la tortura o de la pena de muerte. Y una prueba evidente de la fortaleza de la democracia noruega es, precisamente, la reciente sentencia que reconoce que a Breivik se le vulneraron los derechos en la prisión donde cumple una condena de 21 años. El Estado de derecho, a pesar de lo que piensen algunos, es más Estado de derecho cuando es capaz de reconocer sus excesos o errores.

Visto desde esta perspectiva, las polémicas palabras de los concejales Alberto Fernández Díaz (PP) y Carina Mejías (C’s) cuestionando el derecho de defensa de los acusados de delitos vinculados al terrorismo son un signo de degradación democrática claramente reprobable. Como han señalado las asociaciones de juristas, de derechos humanos y los mismos colegios de abogados, sus palabras implican un ataque al sistema de garantías de un Estado de derecho. Y al conjunto de la abogacía que debe defenderlos ante los tribunales.

Uno de los principios básicos de su funcionamiento, reconocido por la ONU, es su carácter independiente. Los letrados deben poder ejercer sus funciones sin estar expuestos a persecuciones de ningún tipo. Ni ser asociados o identificados con sus clientes.

En verdad, la abogacía representa una especie de contrapoder, un espacio de libertad dentro de la propia institucionalidad que resulta imprescindible para una sociedad diversa y auténticamente democrática. De hecho, su rol consiste a menudo a proteger los derechos de los más débiles: las minorías, los desarraigados, las personas con enfermedades mentales, los repudiados o perseguidos.

Poner en el punto de mira a la abogacía por hacer su trabajo es poner en el punto de mira la idea misma de Estado de derecho. Si, además, se hace para sacar rédito político en momentos sensibles o para cuestionar la defensa de personas declaradas inocentes, entonces, se cierran las puertas de la justicia. Y se abren las de la barbarie contra la que supuestamente se pretende luchar. Entre justicia o barbarie, no hay dilema posible.

https://www.eldiario.es/contrapoder/Justicia-barbarie-abogados_6_681791822.html