El dilema del fango

maig 25th, 20182:24 @

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“Lo personal es político”. Con este eslogan feminista de los años sesenta se rompió un paradigma cultural milenario.  Se quebraba el divorcio entre la esfera de lo doméstico y lo público, lo individual y lo colectivo, lo personal y lo político. La consigna fue citada por la portavoz de Podemos, Irene Montero. Era su argumento para justificar la conveniencia de someter a consulta de las bases una decisión personal de ella y su pareja, Pablo Iglesias.

El medio millón de simpatizantes del partido, en efecto, serían los encargados de decidir sobre la continuidad de ambos al frente de la organización por una posible incoherencia ética. Esa fue la osada reacción de la pareja ante la polémica suscitada al conocerse la ubicación y las características de su futura vivienda. Nunca antes un asunto privado como la elección residencial había generado una controversia de tales dimensiones. Situación diferente eran los célebres pisos bajo sospecha por su vinculación a compraventas irregulares o tramas corruptas. En este caso, sin embargo, no se planteaban problemas de legalidad sino de moralidad.

La línea argumental principal para afear la conducta de la pareja tenía que ver con la hemeroteca. Los detractores sacaban a relucir con sorna unas declaraciones de Iglesias sobre su intención de no mudarse de su barrio de Vallecas. O sobre  la clase política que vivía aislada de la sociedad y de un modo distinto a sus votantes. Los críticos también blandían un tuit suyo del 2012 contra la adquisición a toca-teja del ex ministro Luis de Guindos de un ático de lujo en La Moraleja que se sumaba a su fortuna millonaria.

A primera vista, esas viejas palabras de Iglesias podían revelar una incongruencia  personal con su reciente intención de irse a vivir a un chalet de 600.000 euros, con piscina y a 40 km de Madrid.  Lo cierto, no obstante, es que las contradicciones en asuntos personales son recurrentes en la vida de cualquiera y más cuando se asumen responsabilidades públicas. Hacer política es precisamente cabalgar contradicciones y asumir las impurezas intrínsecas del ejercicio del poder. Lo advertía el propio Iglesias a sus alumnos en sus antiguas lecciones universitarias.

Con toda probabilidad, de hecho, la vivienda no habría suscitado controversia alguna si se hubiera adquirido en Madrid aunque fuera a un precio superior. O estando en otra localidad fuera más modesta. En el fondo, el asunto no dejaba de ser una cuestión menor de la vida privada del ex profesor que en nada afectaba a su credibilidad como dirigente político. Ello, sin embargo, no fue impedimento para atajar un revuelo con apariencia de  escándalo.  Y tanto él como su pareja sintieron la obligación de dar la cara en una rueda de prensa.

De entrada, Montero e Iglesias exhibieron todo lujo de detalles sobre la adquisición de la vivienda. Sus familiares eran los avaladores  de una hipoteca contraída con una entidad cooperativa y ética a 30 años vista. Eso les obligaba a cada uno de ellos a pagar 800 euros mensuales. Arguyeron también que la vivienda era para vivir, y no para especular como la del ministro responsable del plan de ajuste que empobreció a la sociedad en beneficio de la banca. Mudarse al campo, además, era una decisión que pretendía proteger su intimidad o seguridad cuando pronto iban a ser padre y madre de mellizos. Lejos de ser un capricho, la voluntad de parapetarse tras el cerco de un chalet respondía a las dificultades que tenían para moverse y vivir con libertad en su vida privada. No querían ver a sus hijos   crecer – decían- en un entorno asediado por los paparazzi y los curiosos. De hecho, las amenazas y el señalamiento público de periodistas como Jiménez Losantos o Eduardo Inda les habían convertido en diana para cualquier ultra o desaprensivo. Bajo esa óptica, no resulta demasiado sensato exigirles retractarse de una decisión que puede considerarse torpe en términos de imagen pública pero comprensible e irreprochable en términos morales. Con toda probabilidad, Iglesias no habría renunciado nunca a su aspiración de vivir como cualquier otro vecino de Vallecas si no estuviera a las puertas de la paternidad y fuertemente asediado por el fango inquisitorial de la caverna mediática.

Lo sucedido no dejaría de ser una anécdota si no fuera porque revela una tenaz ofensiva de mayor calado. De hecho, no es la primera vez que se pone el foco en la vivienda de un dirigente de la nueva política. Le ocurrió ya al griego Yanis Varoufakis con su piso con vistas al Partenón o a la vasca Pili Zabaleta con su casa de lujo en Zarautz. En un momento u otro, casi todos los líderes morados han sufrido un severo hostigamiento a su vida privada. Buen ejemplo de ello se observó el mismo día en que la formación irrumpió en el Congreso. La imagen de las rastas del diputado canario, Alberto Rodríguez, o de Carolina Bescansa amamantando a su bebé se convirtieron rápidamente en un chismorreo público. Con posterioridad, el marcaje o fiscalización se volvió algo recurrente y más áspero. Se polemizaba sin rubor sobre una coca-cola que bebió Espinar en la cafetería del Congreso, el banquete de boda de Alberto Garzón, las vacaciones de la alcaldesa Carmena, el asistente de Echenique o la ropa de Alcampo del propio Iglesias.

Los damnificados por esas diatribas insidiosas denunciaban el doble rasero del que eran objeto en contraste con los dirigentes políticos de otras formaciones. Sus instigadores, en cambio, sostenían que ese era el precio a pagar por hacer bandera de ejemplaridad en materia de transparencia, austeridad o regeneración democrática. Es cierto que Podemos surge, tras las movilizaciones del 15-M, de esa voluntad de cambio con las viejas formas de hacer política. Su intención era finiquitar ciertos privilegios vinculados al poder, las puertas giratorias, las corruptelas o los costes fastuosos. Se renunciaba, por ejemplo, a viajar en “business” a costa del erario público. A diferencia de los partidos tradicionales, se ataba en corto a sus cargos electos. Los sacrificios exigidos eran numerosos. Des de las agendas transparentes, la limitación de mandatos, la reducción de sueldos y donación del sobrante a proyectos sociales hasta la rendición de cuentas y la publicación de su patrimonio.

El Código ético de la formación morada precisa, con ese propósito, esas constricciones con todo tipo de minuciosidad. La idea de fondo es muy sencilla. Un político no es un ciudadano cualquiera. Ya lo advertía el presidente norteamericano Thomas Jefferson cuando recordaba que quien ejerce el poder debe considerarse a si mismo como propiedad pública y estar dispuesto a ser vigilado de cerca. Y con el ascenso del fenómeno de la corrupción, y el desprestigio consiguiente de la clases política, ese control exige un rigor más incisivo.

Ahora bien, ¿cuáles son los límites de esas reglas del juego y quien los establece? Uno de los primeros en tomar partido en la controversia sobre el chalet fue el alcalde de Cádiz, José María González (“Kichi”). En un  comunicado y una  cartadirigida al exdirigente de Podemos, Juan Carlos Monedero, le leyó la cartilla a la pareja.  Les recordaba que el código ético de Podemos “no es una formalidad” sino “el compromiso de vivir como la gente corriente” para poder representarla. Y reivindicaba su “piso de currante” para criar a sus hijos como ejemplo a seguir. A él -advertía- “no le iban a pillar en un reuncio” como a la alcaldesa del PP, Teofila Martínez,  que vivió más de 20 años en un chalé fuera de la ciudad.

Lo primero que habría que advertirle a “Kichi”, sin embargo, es que sus circunstancias no son las mismas que las de Iglesias.  Él mismo admitía que en su caso “la prensa no le ha molestado mucho”. Por otro lado, resulta poco razonable exigirle al máximo dirigente estatal de un partido que fije su residencia en una localidad concreta. En el caso de un alcalde sí es esperable que viva allí donde gobierna y mantenga un contacto más cotidiano con sus conciudadanos. Si se parte de aquí, sea hace difícil predecir cómo actuaria cualquiera –incluso “Kichi”– en la situación de  Iglesias.

Sea como sea, que “todo lo personal sea político” no puede ser una patente de corso para controlar y juzgar todo lo que ocurre en la esfera intima y privada  de un político. De hecho, ni el código ético de Podemos ni ningún otro estipulan dónde y cómo deben vivir los cargos electos. Tampoco alude a cuales no deben ser sus vicios, cómo deben peinarse o si deben llevar corbata o no para representar mejor a sus electores. Se da por supuesto que eso forma parte de la esfera personal de cada uno. Como mucho puede ser objeto de debate informal en el entorno más cercano. Lo contrario seria una amenaza a la libertad y una pretensión totalitaria digna de una distopía orwelliana.

Lo cierto, sin embargo, es que ciertos sectores políticos y mediáticos se arrogan a sí mismos la potestad de alzarse en tribunales éticos por encima de las consciencias. Actúan bajo la creencia que si eres progresista estas obligado a llevar una vida asceta o casta y no puedes prosperar económicamente. Con ello, a menudo se eleva el listón sobre la coherencia moral hasta niveles de pureza angelical.

Esta forma moralista de ver las cosas tampoco es inocente. Exhibir la ropa sucia del adversario suele ser muy útil si se pretende destruir su reputación para dejarlo fuera de juego. De hecho, el periodismo de cloacas  hace tiempo que rompe todas las barreras éticas en beneficio del poder. Recientemente, por ejemplo, forzó la salida de Cristina Cifuentes con la filtración del video donde se la veía retenida por un hurto en un supermercado. Precisamente Iglesias fue el único político del arco parlamentario que puso el grito en el cielo ante lo que consideró la “destrucción de un ser humano”. Cuando la prensa conservadora escarba ahora tras la ecografía de Montero o el paseo de la pareja con sus perros no pretende solo inmiscuirse en sus asuntos privados para sacarles de quicio. También aspira a rastrear cualquier flaqueza o doblez poco estética de su intimidad que permita confundir a la opinión pública. El objetivo final parece doble. Primero, esparcir la duda y hacer indistinguible unos políticos de otros. Y luego, abrir las heridas internas en el seno de la formación morada.

Fue Umberto Eco quien se atrevió a definir ese modo de operar como la “máquina del fango”. Lo hizo con motivo de la campaña de desprestigio de Berlusconi contra los jueces y políticos que luchaban contra la corrupción. Colocar cualquier incongruencia privada de quien encarna esa lucha al mismo nivel que el corrupto o corruptor tiene otro efecto perverso. Con el rancio mantra de “todos los políticos son iguales” se lanza una sospecha generalizada que despolitiza a la ciudadanía. La vuelve descreída, indiferente e individualista.  Por eso, el desafío lanzado con la iniciativa plebiscitaria debería convertirse en un acicate para movilizar y unir a las diferentes facciones moradas frente a un enemigo común. En los últimos tiempos, las cloacas mediáticas han franqueado impunemente los límites de la decencia en demasiadas ocasiones.  En ese contexto, el respaldo de las bases a Montero e Iglesias sería una clara advertencia a quien juega sucio para enfangar el campo de juego. Un recordatorio de que no todo vale para desgastar al adversario. Ese es el dilema en disputa. No nos equivoquemos de bando. O gana el juego limpio. O gana la máquina del fango.

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