Protesta y desorden

desembre 11th, 20222:45 @

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La reforma para eliminar la sedición ha generado un complejo debate. Por un lado, la derecha política y mediática ha sacado a relucir su viejo repertorio de retórica trasnochada. El PP, VOX y Cs han calificado la medida de “atentando a la democracia”, “amnistía encubierta”, “intromisión al poder judicial” e incluso “traición a España”. A esas críticas se han sumado ciertos sectores del PSOE, como los barones territoriales o el expresidente Felipe González. Por el otro lado, una parte del independentismo u otros colectivos como la PAH han expresado su oposición por motivos contrarios. En ese caso, se ha hecho alusión a un “engaño”, “renuncia” e incluso de “traición a Cataluña”.

El debate principal ha girado alrededor de cómo beneficia la medida a los líderes independentistas. No obstante, el foco también se ha desplazado hacia la regulación de los desórdenes públicos. En esa materia, las preguntas son obligadas: ¿Afecta al derecho de protesta? ¿Estamos ante un avance o un retroceso? ¿Se ha ido todo lo lejos que se podía? ¿El debate esta cerrado?

Empecemos por el inicio. La reforma mejora, sin duda, la actual redacción de los delitos de desórdenes públicos. En primer lugar, se pone fin a una autentica espada de Damocles sobre el derecho de manifestación como la sedición que llevó a la cárcel a los lideres independentistas. Tras la sentencia del procés, un grupo de sindicalistas o activistas de la PAH podrían ser los siguientes en acabar en la cárcel. No es para menos. En la actualidad, la sedición permite perseguir a quién desobedece de forma masiva actos de autoridad o leyes, aunque no haya violencia o intimidación, con penas máximas de hasta 15 años de prisión. Ahora, en cambio, solo se persiguen los desórdenes multitudinarios cuando haya violencia o intimidación y la pena máxima es de 5 años.

En segundo lugar, la reforma dibuja un nuevo panorama. Como reconoce Amnistía Internacional, hay más aspectos positivos que negativos. La sedición no es lo único que desaparece. Desaparecen los desórdenes individuales, que era una vía de entrada a numerosos abusos. También desaparecen la mayoría de los agravantes introducidos por el PP para elevar el listón punitivo. Por ejemplo, ir encapuchado, portar un instrumento peligroso, exhibir un arma de fuego simulada, o el que prevé hasta 6 años de prisión cuando “el autor se prevaleciera de su condición de autoridad”. Que los disturbios se produzcan durante una manifestación deja también de ser un agravante. Se deroga igualmente la incitación pública con mensajes que llevó a Tamara Carrasco al banquillo. Por otro lado, se rebaja el rigor punitivo. Por ejemplo, cuando hay “actos de pillaje”. Con esos cambios, el Código Penal se homologa al del resto de países de nuestro entorno.

No obstante, no hay que engañar a nadie. Nos hemos quedado a mitad del camino. La reforma es fruto de un acuerdo y una correlación de fuerzas. El Código Penal sigue plagado de delitos envejecidos que no respetan suficientemente el principio de legalidad, proporcionalidad e intervención mínima. En la concepción del orden público sigue presente el fantasma del PP. Buena muestra de ello es la pervivencia del delito de las ocupaciones temporales concebido por Rajoy para aplacar las acciones de protesta de la PAH contra los bancos. En este supuesto, este viernes se llegó a un acuerdo con el PSOE para mejorar la redacción actual con la intención de evitar su uso para perseguir la protesta pacífica. Por otro lado, siguen existiendo deficiencias, penas elevadas o demasiados conceptos ambiguos. Una de las objeciones de organizaciones como Amnistía Internacional es que los actos de violencia o intimidación de los desórdenes sólo deberían castigarse cuándo sean especialmente graves. No es suficiente con que se altere la paz pública. Debe garantizarse mejor una interpretación más restrictiva. Este nudo debería deshacerse en la actual fase de discusión de enmiendas parciales.

Sea como sea, estas cuestiones no son menores. En un Estado que se concibe a sí mismo como de derecho, el uso institucional de la fuerza se presenta como la última opción una vez agotadas las vías de solución pacífica de los conflictos. Su apelación no puede ser una excusa para desnaturalizar el ejercicio de derechos fundamentales. Esa es la base del orden público democrático.

Uno de los compromisos del Gobierno de coalición, precisamente, era acabar con el legado del PP sobre recortes del derecho de protesta. Con el gobierno de Rajoy, se aprobó el Código Penal de Gallardón o la Ley Mordaza del ministro de las cloacas, Fernández Díaz para aplacar la contestación social tras la crisis del 2008. El PP pretendía emular a uno de sus fundadores franquistas, Fraga Iribarne, cuando anunció que la calle era suya: inocular el miedo en la ciudadanía y quitarle libertades para que aceptará con impotencia los recortes. Incluso el comisario de DDHH del Consejo de Europa llegó ha declarar que en España tras esas reformas existía un problema con la libertad de expresión.

Es verdad que vivimos tiempos de crisis y eso ha alterado las prioridades pero ahora hay que volver a situar en el centro la libertad amenazada por las reformas del PP o por delitos obsoletos como la sedición.

Se han hecho pasos importantes. Primero, la derogación del delito para perseguir a los huelguistas. Luego, la presentación de la ley para blindar el derecho a la libertad de expresión con la intención de que nunca más un rapero vaya a la cárcel. Ahora, la eliminación de la sedición y buena parte de la reforma del Código Penal de Gallardón sobre los desordenes públicos. El siguiente avance debe ser terminar la demolición de la ley mordaza tras meses de negociación en fase de enmiendas. Queda un año de mandato. La agenda de regeneración democrática no se puede parar. Hasta el momento se ha demostrado que otra salida social a la crisis era posible. Ahora toca demostrar que otra salida democrática también lo es. Lo que está en juego no es solo el derecho a la protesta. Es la propia democracia.